Hemos perdido a Miguel

Por: Pedro De La Hoz

Me llama un amigo común, Albert, al filo del mediodía infernal del 9 de agosto de este 2006. “¿Qué sabes de la muerte de Angá?” “¡Cómo es eso, no está en las noticias, no puede ser verdad!” Pero lo era. Los medios musicales de Cuba y México, de Estados Unidos y Francia, de España y África, mundo y medio consternado a las pocas horas de correr la noticia. Miguel Díaz, Angá, uno de los mejores percusionistas de los últimos lustros, no había llegado a ver el amanecer de ese día en su residencia de las afueras de Barcelona.

Ese día debía unirse a Síntesis, la mejor tropa roquera cubana, en un concierto previsto en una sala de la capital catalana. Había regresado hacía apenas unos días del Festival Pirineos Sur donde impartió clases magistrales. Preparaba varias presentaciones en Europa con José María Vitier, con quien trabajó en las míticas grabaciones de la banda sonora de la serie televisiva de contraespionaje “En silencio ha tenido que ser”. Acababa de estrenar una banda, junto al guitarrista y vocalista brasileño Danilo Pinheiro, para fundir las músicas de ese país sudamericano con el jazz afrocubano. Angá no paraba, no tenía un minuto de reposo. Y en medio de todo, pensaba darse un salto hasta la Isla, con sus mellizas, unas espléndidas mulatas francesas, hijas de su matrimonio con mi entrañable Maya Dagnino, a las que conozco desde apenas dos meses de nacidas.

Enrique Pla, maestro de la batería, con quien Angá tuvo una enorme empatía rítmica en Irakere, también llama, entre el dolor y la sorpresa, y comenta: “Hemos perdido a un artista. Esa fue la diferencia entre Angá y otros intérpretes de las tumbadoras. La escuela enseña y prepara, pero el talento de la creación es cosa aparte. Y Angá era un creador”.

Tata Güines se enteró en París y sé que le tocó muy dentro: “Le enseñé que la única preocupación era ser el mejor, y lo fue. Se convirtió en el rey joven de la rítmica afrocubana".

Vayamos al origen de esta historia. Miguel nació en San Juan y Martínez, un pueblo de la geografía pinareña. Heredó el sobrenombre de Angá de su padre. Desde pequeño demostró poseer un sentido rítmico excepcional y una capacidad para convertir todo en música. Estudió en la Escuela Nacional de Arte y ya desde esos tiempos, comenzó a escribir su leyenda, cuando se incorporó a la base de la orquesta Opus 13, una formación estudiantil liderada por Joaquín Betancourt, quien llegaría a ser uno de los mejores orquestadores y productores discográficos de la Isla.

Chucho Valdés se fijó en el joven portento y a fines de los 80, en una de las más importantes renovaciones de la plantilla de Irakere, lo sumó a la estelarísima banda.

Con Irakere, Angá conoció el mundo y el mundo lo conoció a él. La presencia suya, junto a la del saxofonista César López y el flautista Orlando Valle, Maraca, le dieron nuevos aires a la formación de Chucho, quien se sintió estimulado para escribir nuevas páginas virtuosas.

Tuve el privilegio de asistir a conciertos con Irakere en Santiago de Chile, Caracas y Sao Paulo. Nunca olvidaré las noches en el fabuloso Memorial de América Latina cuando desde las tumbadoras encandilaba al público. Pero también compartí aquellos momentos, después de los conciertos, en que, arropados por excelentes músicos brasileños, Angá bebió los secretos del frevo y la música del sertón.

Ya desde entonces evidenciaba una voracidad insaciable por asimilar los colores y los toques de otras percusiones. Recuerdo una semana en la primera versión del Festival Afrocubanismo, en la apacible ciudad universitaria canadiense de Banff, en la que hizo alianza con Changuito Quintana y atemperó su imaginación en las tumbadoras al discurso implacable del timbal.

Al salir de Irakere comenzó a volar con alas propias. Un día, en el patio de su casa en el barrio habanero de Buenavista, me hizo escuchar la grabación sin mezclar de una pieza en la que acompañaba a Raúl Planas. Era el embrión de Afrocuban All Star, el proyecto que Juan de Marcos González alternó con Buenavista Social Club.

Aquel día Angá me dijo: “La ciencia está en retomar la música tradicional cubana y reinventarla sin aspavientos: mucha marcha y un toque de distinción; vaya, como si la volviéramos a estrenar”.

Fui también testigo excepcional de las jornadas en las que se fraguó el disco Pasaporte, que conquistaría el Gran Premio de la EGREM. Tata con sus dicharachos —“fifti, fifti, a comel, qué tar, har”—, Angá como un niño travieso, Maraca atento al balance exquisito y Maya, cámara en mano, recordando el esplendor fotográfico de John Casavettes. Es quizás el disco cubano donde la percusión logró unir, como nunca antes, la tradición y la innovación.

Ese camino hallaría su culminación en su primer disco como solista pleno, Echu Mingua, que lanzó en 2005 el sello World Circuit, del cual ya he hablado en otra parte.

Pero lo que interesa es subrayar cómo Angá, en sus idas y venidas a partir de la época de Pasaporte, le dio una vuelta de tuerca al concepto de ejecutar las tumbadoras. Concentró en sus cinco instrumentos lo que sonaba en Pakistán y Mali, en Estados Unidos y Camerún, en los suburbios de París y los solares de Centro Habana., y les dio un sello característico, a tal punto que uno puede discernir cuando es o no es Angá el que interviene en una grabación.

Nadie como él supo apreciar que las tumbadoras no solo aportan un sustrato polirrítmico a la música cubana y a otras del mundo, sino también una posibilidad polifónica.

Tampoco nadie como él supo enrumbar la percusión hacia lo experimental, lo innovador, lo inusual, a partir de muy sólidos conceptos musicales.

Angá era, es, mucho Angá. Y así lo tendremos en la memoria viva de nuestra cultura sonora.        

Tomado de la revista electrónica La Jiribilla

 http://www.lajiribilla.cu/2006/n275_08/275_05.html

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