Escuchen a un ‘jazzman’

El baterista Tino Contreras, de 90 años, es una leyenda del jazz mexicano

En su memoria cada recuerdo es un ‘beat’ y entre todos se forma una ‘jam session’

 

 

 

Por. Pablo De Llano

Tomado del El País de España

 

Cuando habla de aquel concierto de 1961 en Indiana en el que estuvo Duke Ellington, tararea “tu-ru-ru-tú-turururú”; cuando cuenta lo buenos que son con los tambores los indios tarahumara, hace “tutuburi-va-ye-má”; después de decir que en París “cada negro andaba con una blondie de cada brazo”, se pone “sha-da-bi-de-dibadá-dubidubá”; ahora dice que Brasil es “el lugar más lindo del mundo por la métrica” y “tuum-ba-tum”. Cuando habla de los ritmos de la santería caribeña, hace “o-ba-chulá-o-bachula-obaé-shane-shane-o-baé” y remata.

–Entonces todas las cubanas se echaban a bailar.

Quien abre la puerta de casa es Mónica, y entras a una salita llena de cosas situada entre una cocina que usan para apilar trastos y un dormitorio, “Tino, ha llegado el periodista”, del que unos segundos después sale la leyenda viva del jazz mexicano apartando el cortinón que lo divide de la salita, ocupada fundamentalmente por una batería y un piano digital. Viste de negro. Con una gorra de cuero que lleva siempre y unas gafas de pasta aerodinámicas. Todo ello unido a sus ojos rasgados y al rostro asiático le da un particular aspecto de comunista indochino.

Tino Contreras saluda, sonríe, se sienta en una silla de plástico y empieza a hablar por donde él considera oportuno. Madrid, principios de los años sesenta. “Yo me estaba presentando en el Florida Park, en el Pavilion y en el Madison, y a los de las marchas militares les llamó la atención cómo hacía los solos de batería, a la niuorleans, y me pidieron que les ayudase con la técnica”. Como agradecimiento por las lecciones, la banda del Ejército español lo homenajeó con un cocido al aire libre en la Puerta del Sol, “shubi-dubi”. Él nació en 1924 en Chihuahua, al norte de México. Su abuelo Antonio tocaba los timbales en una orquesta a finales del siglo XIX, su padre, Miguel, formó el primer grupo de jazz de su región, y su tío Fortino fue un célebre violinista sinfónico pero “tomaba demasiado” y murió con 40 años. El último ejemplar de la saga sigue en activo.

Contreras empezó a tocar a los ocho y con 14 ya estaba en Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, oyendo a los grandes del jazz: “Cuando yo era un pibe había una sociedad que se llamaba El Jazz en la Filarmónica que venía a El Paso y allí íbamos a escucharlos; a Charlie Parker, a un señor que tocaba la trompeta y se llamaba Dizzy Gillespie, a otro señor que tocaba el piano de poca madre, Oscar Petterson, y a otro que tocaba la batería que se me paraban los pelos, Art Blakey. ¡Te estoy hablando de los creadores delbebop mano!”. También menciona a Miles Davis, “que ya andaba pegado a ellos”. Baterista, trompetista, pianista, compositor y cantante Contreras ha recorrido medio mundo y de medio mundo te quiere contar una anécdota, pero entonces le viene a la cabeza una cosa que comía en España y no se acuerda del nombre.

Ella está en el dormitorio.

–Mónica, ¿cómo se llamaban esas cositas que tanto me asustaron?

–Los percebes –le responde. Tiene 53 años. Lleva 28 con él.

–¡Ay, los percebes!...

Hace ocho meses que se mudaron al departamento donde viven. Está en la planta baja de un edificio de Azcapotzalco, un distrito obrero de México DF cuyo nombre en lengua náhuatl significa “en el hormiguero”.

Desde que están juntos han vivido en otros pisos y también temporadas largas en habitaciones de hotel, hasta seis años en el mismo. Mónica Ramírez es su quinta esposa. No han tenido hijos. Antes él había tenido cuatro, de los que vive uno. Ella no es “de hogar”. Nunca comen en casa. “Yo no cocino ni un huevo”. “Aquí solo estamos para escribir y para componer”. También es su mánager. Por las noches él suele levantarse entre la una de la mañana y las cinco para trabajar sus temas en el piano. Ella continúa durmiendo. Mónica lleva los labios pintados de rojo con los bordes muy delineados en negro y usa unas gafas de lentes enormes y ahumados que a veces se le corren hasta la punta de la nariz.

–¿Cómo se llamaba el que alternaba conmigo en el Blue Note de París?

–Ya murió, Tino –responde–. Pérame que no me sale...

Si en el jazz una jam session es un encuentro libre y espontáneo de jazzistas con sus instrumentos, la memoria de Contreras es una jamsuya con sus propios recuerdos: cada uno un ‘beat’, un golpe de música que conduce al siguiente. Igual que habla de la vez que fue a buscar a su hotel en México DF a Thelonious Monk y Monk, de buena mañana, le dijo que le urgía un poco comprar marihuana, “sha-pari-bada-ba-duro-bum”, te dice lo que le gustó Granada, “ay mijo, ahí sí que perdí la vertical”, explica que en España cuando pedía “tantito café” los camareros, ajenos a la ciencia mexicana del diminutivo, le preguntaban que por qué no quería uno entero, o se emociona con “lo bonito que sentía” cuando en Estambul oía al amanecer la llamada a la oración desde la mezquita, allahu akbar, allahu akbar, Dios es grande. De los cerca de cincuenta discos que ha compuesto uno de ellos se llama Sinfonía Tarahumara. Es de 1984, pero se inspiró en lo que conoció de los indios de la sierra cuando estuvo con ellos una temporada de adolescente. “Me dieron el peyote en una jícara chiquita y cuando iba a la mitad sentí que mi cerebro se hacía grande y en la barranca se empezaron a escuchar sonidos que yo no sabía que hubiera”. Mónica se acaba de acordar del nombre. “¡Shubidú-ba-dá!”.

–Kenny Clarke.

–Un gran drummer –dice Tino Contreras.