Sobre demiurgos y espiritistas: la dupla de Pérez Prado y Benny Moré, y la creación del mambo

 

 

Dr. Emilio Sánchez

Universidad Veracruzana

Los buenos dúos de la música afroantillana son como el platillo de los moros y cristianos: una sabia combinación de carbohidratos y proteínas que constituye, en sí misma, una comida completa. El dúo de Celina y Reutilio es el caso más ilustrativo de este platillo, en el que la restallante voz de Celina aporta los elementos energéticos derivados del arroz mientras que Reutilio Domínguez, con una superdotada técnica para mover los dedos, muñeca y antebrazo en la guitarra, añade las proteínas de los frijoles necesarias para el mantenimiento de los músculos, huesos, piel y tejidos de sus guajiras. Otras variantes de este platillo son el Dúo Los Compadres, Willie Colón y Héctor Lavoe, y Oscar D’León y Wladimir Lozano. En todas ellas, la exquisita mezcla de cereal con leguminosas se complementa para crear una explosiva proteína de nombres diversos: “Rita la Caimana”, “La Murga” o “Dolor Cobarde”.

Pérez Prado y Benny Moré no constituyen, estrictamente, un dúo. Más bien, el Benny fue una de las voces de la orquesta que Pérez Prado formaría en México a su llegada en 1948, hecho que sitúa la relación artística de estos isleños, no ya en el ámbito equilibrado de los moros con cristianos sino en uno mucho más complejo, aquel que es descrito en el estribillo del mambo “Anabacoa”, grabado por ambos en 1949: “Arroz con picadillo, yuca”. En esta relación, la mente matemática de Dámaso sería la responsable de componer, dirigir, tocar el piano, poner en orden a una orquesta de músicos mexicanos y cubanos y encargarse, de paso, de que las quincenas llegaran a tiempo al bolsillo de los miembros de la orquesta. Su papel sería el que desempeña el jitomate en el picadillo, un elemento integrador de los elementos de diversas latitudes como la aceituna, la zanahoria y las pasas, sin el cual el picadillo sería meramente carne molida con especias y verduras. Al Benny le correspondería añadir la dosis extra de proteína, color y dulzura que se encuentra en ese tubérculo almidonado que es la yuca. Para entender mejor la gestación de este explosivo platillo musical es útil el libro Wildman of Rhythm, The Life and Music of Benny Moré, de John Radanovich, el más pormenorizado recuento de la vida del Benny y de la relación profesional que éste tuvo con Dámaso Pérez Prado.

Antes de llegar a México y encontrar a Benny Moré en 1948, Pérez Prado se encontraba en la Habana, poseso de un frenesí experimental. Hasta entonces, Dámaso había trabajado como arreglista de las mejores orquestas de Cuba y ya había acumulado suficiente experiencia musical como para aventurarse en la búsqueda de un sonido que representara fielmente una década que estaba revolucionando la vida humana con la invención de la penicilina y la bomba atómica. Esta búsqueda tuvo como punto de partida el sonido experimental que emanaba de la Big Band de Stan Kenton, un sonido difícil de asimilar por el gran público debido a las estridentes acrobacias de las secciones de metales y al uso despiadado de la síncopa como una forma destinada a romper la regularidad del ritmo. Cual Ferrán Adriá en su laboratorio de comida molecular, Dámaso se propuso deconstruir la música de las orquestas cubanas de la época para crear su propia versión musical de las espumas, aires y caviares del chef catalán, obteniendo como resultado una obra titulada Trompetiana que tenía mucho más en común con unos pistaches esferificados bañados en nitrógeno líquido que con un buen asado. Y bueno… ¿a quién le gustan los pistaches esferificados bañados en nitrógeno líquido? Ciertamente no a los compradores usuales de discos de música afroantillana, quienes dejaron que Trompetiana quedara como adorno en los estantes de las tiendas de música. La nueva receta tampoco agradó al mexicano-estadunidense Fernando Castro, alto ejecutivo de la compañía disquera Peer International, quien consideró los experimentos de Pérez Prado como un intento por destruir la música cubana tradicional. Fernando Castro se propuso, entonces, viajar a la Habana para convencer a los dueños de la industria musical de que había que cerrarle el paso al cubano en aras de defender los viejos y acendrados valores del danzón, la guajira y el son cubano. Tristemente para Dámaso, las advertencias de Fernando Castro hicieron eco en los oídos de los líderes de la industria musical isleña y, en menos de un año, el cubano vio las puertas de todas las orquestas cubanas cerrársele en las narices. Dámaso no tuvo otro remedio que irse de gira: primero Argentina, luego Puerto Rico, después Panamá, más tarde Venezuela. En este “Tour del Exilio” Pérez Prado llegaría, como lo harían el Che y Fidel algunos años más tarde, a una Ciudad de México en la cual una pujante clase media heredera de la Revolución Mexicana se daba vuelo con el milagro de intrigas, matones, rumberas y cantantes que formaban la industria cinematográfica de finales de los años cuarenta. Y Dámaso decidió quedarse.

Ya instalado en la Ciudad de México, con la calma que confiere el tener un trabajo estable como compositor de música para películas y con una orquesta a su disposición para dar continuidad a su experimentación sonora, el alquimista de 1.58 metros de estatura pudo dedicarse enteramente a su afán de convertir el plomo en oro. Y lo consiguió en 1949, cuando presentó al mundo, en forma de un LP de RCA Victor, su piedra filosofal: el “Mambo No. 5”. Así como la piedra filosofal se obtiene mezclando hierro, mercurio y ácido tartárico con el rocío de la lluvia, el mambo es el resultado de la mezcla del danzón, el son cubano, la estridencia de las big bands y un toque de Toscanini, de acuerdo con la definición de Robert Farrris Thompson que Radanovich recoge en su libro. Y, como la piedra filosofal, el mambo es un elixir de la vida, útil para el rejuvenecimiento y, en el caso de Dámaso, para la inmortailidad. La perfección del “Mambo No. 5” era tal que ni siquiera necesitaba de un cantante. Gracias a la distribución masiva que RCA hizo de este elixir, el mundo entero pudo sacudirse del todo del halo mortífero que había dejado la Segunda Guerra Mundial y se abandonó al frenético compás de la creación de Dámaso. Con consecuencias insospechadas, por cierto. En Perú, el cardenal de Lima se rehusó dar la absolución a quienquiera que bailara mambo, y en Colombia, un destacado obispo sentenció que esta música era “una invención demoniaca traída del infierno para alterar a una sociedad ya moralmente podrida”. Lo mismito que se diría del rocanrol unos añitos después. Impávido ante su creación, el diminuto demiurgo matancero volvió a su laboratorio y se dispuso a seguir experimentando. Sólo que, para ello, esta vez sí necesitaría un cantante.

Beny Moré con Abelardo Barroso

La Guinea, el barrio de Santa Isabel de las Lajas en el que se crió Bartolomé Maximiliano Gutiérrez Moré Armenteros –el Benny–, fue fundado por esclavos liberados de origen congo al abolirse la esclavitud en Cuba en 1886. Los pobladores negros de La Guinea se reunirían en el cabildo del pueblo, El Casino de los Congos, para dar continuidad a muchos de los rituales de la religión Palo, como los cantos en lengua conga y los bailes que invocan a los espíritus de sus ancestros. Entre estos bailes se encuentra la makuta, en la cual el hombre marca el compás con todo su cuerpo y persigue a la mujer –ataviada con una falda anchísima, cual sevillana– con el fin de “vacunarla” –preñarla, simbólicamente– haciendo un movimiento brusco y frontal con las caderas. En estos rituales, la voz es Capitán: se impone con su potencia al estruendo de los tambores y dirige con su canto la invocación con el fin de que los espíritus de los muertos puedan encarnarse en alguno de los bailarines presentes. Del cantante se espera también una dosis de ingenio para improvisar nuevos patrones melódicos y para, si la ocasión lo amerita, emprender “controversias” con otro cantante, en las cuales sale airoso aquel que demuestre más viveza en el hilado de sus cantos. El Benny, como tantos otros niños negros y pobres de La Guinea que acudían a El Casino de los Congos a participar o a ser espectadores de la makuta, habría interiorizado ahí su primera educación musical. Muchos años después, esta educación inconsciente del Benny saldría a flor de piel en sus poderosas interpretaciones de canciones de raigambre afrocubana que grabaría con Pérez Prado como “Anabacoa”, “Dolor Carabalí” y “Babarabatiri”.

El Benny tenía sólo cuatro añitos la madrugada en que escuchó un guateque en las casas vecinas del barrio de La Guinea, decidió escabullirse de la casa y emprendió el camino en dirección de la música. Su madre, Virginia Secundina Moré, cuenta que, al no encontrar al pequeño, salió a buscarlo y lo encontró en medio del guateque, subido sobre una mesa, improvisando versos mientras los músicos y los vecinos lo acompañaban, arrobados por su ingenio. Al ver llegar a su madre, el pequeño Benny cambió de súbito el contenido de su improvisación para describir la reprimenda que le pondría su madre cuando volvieran a casa. Los vecinos, claro, no dejaron que doña Virginia se llevara al pequeño, y este continuó, sin más, su improvisación sobre la mesa. Como ésta abundan en Cuba las anécdotas que ilustran la temprana inclinación del Benny por la música, y el arrojo que mostró desde niño. El mismo arrojo que lo llevaría a dejar, muchos años más tarde, en 1940, el ingenio de Guano Alto donde trabajaba cortando caña, para irse a buscar suerte como cantante a la Habana, al lado de su primo, Enrique Benítez, El Conde Negro. Con el trío de su primo, el Benny solía ir de la Bodeguita al Floridita, del Sala Romana al Costa Blanca, recorriendo la Habana Vieja e interpretando los sones, guajiras y guarachas que estaban de moda entonces. Esa fue la primera escuela del Benny. La segunda sería El Conjunto Matamoros, al cual se incorporaría en 1944, después de que Miguel Matamoros quedara afónico por una laringitis y pidiera a su amigo Mozo Borgella que le ayudara a conseguir un reemplazo. El Benny había ampliado, para entonces, su radio de aprendizaje a otros conjuntos de la Habana, entre ellos el Conjunto Cauto –dirigido por Mozo Borgella–, el Cuarteto Cordero, el Sexteto Fígaro y, más importante aún, el conjunto de Arsenio Rodríguez; no era de extrañar, pues, que Borgella haya pensado en él como reemplazo para Miguel Matamoros. Integrarse al Trío y Conjunto Matamoros sería el primer parte aguas de la vida del Benny: a partir de ese momento, y por los siguientes dos años, se dejaría guiar por la batuta de Miguel para aprender a cocinar el platillo más tradicional de la música cubana: el son. Guiado por esta misma batuta, el Benny entraría por primera vez en su vida a un estudio a grabar un disco, y tendría a un sello disquero de la talla de RCA Victor para que lo distribuyera a todos los confines del mundo. También, subiría por primera vez a un avión para hacer una larga gira por la Ciudad de México con el Conjunto Matamoros. El Benny culminaría esta parte de su educación musical en los cabarets de México: ahí se apropiaría de platillos de larga tradición como “Buenos hermanos”, “La mujer de Antonio” y “Lágrimas Negras” y quedaría listo para dar el siguiente salto hacia un tipo de cocina distinta, menos tradicional y mucho más estridente y arriesgada: el mambo.

Es difícil imaginar a una pareja más dispareja que la de Dámaso y el Benny. Ahí donde el primero se crió al seno de una familia urbana, con una madre profesora y un padre periodista, el segundo fue el primogénito de una estirpe de dieciocho hermanos que se criaron en un ambiente rural, guiados por una madre lavandera y un padrastro que debía cortar caña para vivir; ahí donde Dámaso tuvo una educación formal que incluyó clases de piano clásico de Rafael Somavilla, el Benny tuvo que abandonar la escuela a los once años para contribuir al ingreso familiar trabajando en el campo. Ahí donde el primero tenía un alma fenicia que le permitía encontrar y firmar jugosos contratos con casas disqueras, el segundo era un espíritu desordenado al cual la RCA debía poner ultimátums para que cumpliera con sus obligaciones en el estudio de grabación. A esta diferenciación se le puede atribuir que su relación laboral haya durado solamente dos años, de 1948 a 1950, al fin de los cuales el Benny partiría de vuelta a Cuba a formar su propia orquesta y Dámaso volvería a su laboratorio de alquimia a crear más mambos, esta vez enteramente instrumentales. Según los testimonios que John Radanovich recoge en su libro, para un perfeccionista como Dámaso debió de haber resultado intolerable trabajar al lado de un intérprete que sólo podía cantar a altas horas de la noche después de haber bebido su dosis diaria de ron.

Pero a esta diferenciación, también, se le puede atribuir el incomparable swing que tienen las veintidós canciones que grabaron juntos. Dámaso, aquel hijo pródigo del sonido experimental, necesitaba de un hermano descarriado que le ayudara a sublimar con su voz aquella creación de laboratorio alquímico que era el mambo. Y cuando Dámaso lo encontró en 1948, el resultado fue el apoteótico espectáculo Al Son del Mambo, en donde el pequeño matancero presentó al público los últimos artilugios emanados de su laboratorio como “Anabacoa”, “Rabo y oreja”, “Tocineta” y “Tú, sólo tú”, con el Benny como vocalista, Modesto Durán en la conga, Aurelio Tamayo en los timbales y Chico Piquero en los bongós. En este espectáculo, y en las subsecuentes grabaciones que los isleños harían en conjunto, el Benny aportó el único elemento que le hacía falta al mambo para trascender del todo su naturaleza sintética: un alma. Y el alma que le aportó era desenfadada, la del niño que se crió entre la caña y la makuta, y que forjaría su hombría, años después, persiguiendo hembras en los bulliciosos callejones de la Habana. Por eso los mambos de Dámaso y el Benny, desde “Pachito e’che” hasta “Mangolele”, son el puro desparpajo: a la rapidez, exactitud y multiplicidad de la instrumentación se le agrega la levedad y la visibilidad del Benny, su capacidad de idear un verso como “¿Quién inventó el mambo que me sofoca? ¡Un chaparrito con cara de foca!” e integrarlo idóneamente al vertiginoso compás de la canción.

El milagro que produjeron Dámaso y el Benny en estos dos años se aprecia mejor a la luz de lo que ambos lograron por separado después de 1950. Dámaso decantó nuevos elementos, como la versión chachachá de “El jardín de los cerezos” y “Patricia”, que resultaron unos cañonazos de ventas en Japón, Alemania e Inglaterra. Pero, además de eso, a Dámaso le pasó lo mismo que a Elvis: de tanto dar vueltas alrededor de un mismo tema, terminó por anularlo y, de paso, anularse hasta convertirse en un ícono carente de significado. Así, la piedra filosofal se convirtió en Pan Wonder, y Dámaso publicó en 1955 los discos Mambo by the King y Mambo Mania, en 1958, Mambo Happy, y en 1960 Big Hits by Prado que incluía… más mambos. Cuando Occidente había tenido suficiente de su dosis de saxofones exaltados, Dámaso recurrió a la misma estrategia que años más tarde repetirían otras bandas que no pudieron reinventarse como ACDC o Black Sabbath: dirigió el curso de su barco a oriente y, en Japón, hizo un tour memorable que sacudió la misma cuna de los samurái por el transcurso de todo 1973. Ya de vuelta en México, viviría tranquilamente de su fama los siguientes lustros en un pequeño departamento de Paseo de la Reforma, con su esposa y sus dos hijos, hasta su muerte, en 1989. Por lo que respecta al Benny, volvió a Cuba a formar lo que en su momento fue la Madre de Todas las Orquestas con Ramón “Cabrerita” Cabrera al piano, Roberto “Barretico” Barreto en el saxofón tenor, Alfredo “Chocolate” Armenteros en la trompeta, Rolando Laserie en los timbales, Tabaquito en las congas y Fernando Álvarez en los coros. El Benny, claro, aportaba la dirección y la voz principal. Con esta orquesta, el Benny recorrió Cuba entera interpretando muchos de los éxitos que había cosechado con Dámaso y con otros directores de orquesta mexicanos como Rafael de la Paz y Arturo Núñez. Pero, en el estudio, las aportaciones de La Banda Gigante fueron escasas. Con excepción de “Santa Isabel de las Lajas”, “Qué bueno baila usted” y “Francisco Guayabal”, el resto de las grabaciones que La Banda Gigante hizo por aquella época han caído en el olvido. Algo que se debe, quizás, al hecho de que, en Cuba, el Benny no tuvo ese caldo de cultivo explosivo que fue la Ciudad de México de finales de los años cuarenta en el que compositores como Pérez Prado, Luis Alcaraz, Juan García Esquivel, Silvestre Méndez y Consuelo Velázquez compartían mesa en los cabarets con músicos como Rafael de la Paz, Mariano Mercerón y Arturo Núñez. El Benny pudo haber tenido en Cuba a la mejor de las orquestas de la época, pero incluso una orquesta así necesita de un suelo fértil como el que tuvo años antes la Ciudad de México para poder florecer. O, en su defecto, de un arreglista con una mente preclara como Dámaso Pérez Prado.

En 2016 se cumplen cien años del nacimiento del alquimista matancero Dámaso Pérez Prado. Su piedra filosofal, el mambo, no hace sino cargarse de significado a medida que pasan los años, tal vez porque el mambo refleja plenamente aquellos rasgos que Hargreaves considera esenciales de la sociedad moderna: flexibilidad, incertidumbre y movilidad. Mosaico móvil, el mambo es la banda sonora idónea para nuestra sociedad acelerada, incapaz de ralentizar su tempo, como una orquesta que toca sin parar mientras el barco se hunde, en palabras de Aleix Saló. Para los que somos hijos de la crisis, de la incertidumbre derivada del agotamiento del modelo capitalista, el mambo es una música hecha a la medida. Es, también, una certeza de que alguna vez, en un cabaret de la Ciudad de México, existió un mundo mejor y más equitativo en el que matones, intelectuales, artistas, rumberas y el ciudadano de a pie bailaron al compás de un mismo ritmo: el mambo.

 

 El Señor Emilio Sánchez posee un doctor en Literatura Hispánica por El Colegio de México y es docente a tiempo completo de la Universidad Veracruzana.

 

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