El mangó Nuyorican que se achica
Con los cambios que se vislumbran, es posible que lo único que permanezca de El Barrio, en Nueva York, sea la nostalgia Por Nicholasa Mohr
Este año se cumple el décimo aniversario de mi regreso a El Barrio. Los cambios acelerados que lo han ido transformando desde octubre de 2005, cuando publiqué en El Nuevo Día el artículo “La gran manzana y el mangó de Manhattan: símbolos de la nostalgia Nuyorican” podrían llevar a la desaparición de El Barrio de Harlem tal como lo hemos conocido. Desde principios del siglo XX el Harlem hispano fue, durante décadas, mayoritariamente puertorriqueño. Hacia los años ochenta del pasado siglo empezaron a establecerse allí los inmigrantes mexicanos, convirtiéndolo en su hogar. Los puertorriqueños aprendieron a compartir su vecindario. A mediados del siglo pasado, se empezó a hacer patente un impulso hacia “elegantizar” la faz urbana de la isla de Manhattan; la tendencia empezó a afectar las pocas comunidades obreras que quedaban allí. Muchas se mudaron a otros lugares. Con la excepción de Chinatown y de los latinos de East Harlem, ya no quedan vecindarios étnicos importantes al sur de la calle 125. El Barrio ha logrado sobrevivir hasta ahora, pero es posible que no le quede mucho tiempo. East Harlem, que empieza en la calle 96 y la Quinta Avenida, se extiende al este hasta la Primera Avenida y termina en la calle 125, es el último distrito grande de latinos de clase obrera que queda en Manhattan. Yo, que soy Nuyorican de nacimiento, he visto cómo, una y otra vez, el impulso hacia la elegantización de los vecindarios se impone en perjuicio de la clase trabajadora y de la pobre. Los siguientes ejemplos ilustran lo dicho: en la parte de la ciudad aledaña al área de Times Square, conocida antes como Hell’s Kitchen, apenas quedan rastros de sus anteriores habitantes de clase trabajadora (muchos de ellos irlandeses); los latinos que compartían con grupos diversos el vecindario del alto West Side de Manhattan, una extensión que va desde la calle 79 hasta la 110 al norte, han desaparecido. La mayor parte de los habitantes de esa zona son hoy blancos y pudientes; pertenecen a la clase media alta. Lo mismo se puede decir del Lower East Side, con la excepción de las familias que aún viven en los residenciales públicos. Hoy priman allí los blancos ricos y de clase media. Se me hace evidente, cuando camino por las calles de mi propia comunidad, que ese impulso de “elegantizar” el medio urbano ha llegado a East Harlem. Por todas partes se derriban los viejos edificios de apartamentos para construir, en el mismo lugar, edificios nuevos y lujosos. Cuando paso por las avenidas Madison, Park, Lexington y Tercera, veo cuán costosos son esos apartamentos. En una esquina de Lexington Avenue, donde solía haber varios edificios modestos, de no más de cinco pisos de altura, hay ahora un enorme y vistoso complejo de apartamentos. En septiembre pasado entré al vestíbulo. Un hombre muy alto de unos cuarenta años me informó que el edificio aún no estaba listo para ocuparse. Me invitó a regresar en el fin de semana para visitar un apartamento modelo. “Podrá ver nuestras unidades”. Le contesté que sólo estaba curioseando porque conocía a personas que buscaban alquilar en el sector. Hizo una excepción y me llevó en ascensor a un piso alto, donde me mostró dos unidades. Un apartamento de dos habitaciones y dos baños, con una pequeña terraza, se alquilaría en $3,000 al mes; el de una habitación, sin terraza, estaba para alquilarse en $2,100. La luz y el gas no estaban incluidas. Las habitaciones eran de tamaño aceptable, pero no enormes. El hombre me dijo: “Dígales a sus amigos que el vecindario está cambiando; está mejorando”. Justo cuando yo iba a quejarme de los altos costos del alquiler, me informó que más de la mitad de las unidades estaban alquiladas ya, de manera que guardé silencio. Cuando salía, me pidió que corriera la voz de esos apartamentos. Me sentí decaída; sabía que ninguno de mis amigos profesionales podrían pagar alquileres tan altos para vivir en espacios tan pequeños.
Pero la gente que negocia en bienes raíces enfrenta un enorme problema que les impide llevar a cabo sus planes de desplazar del sector a los habitantes pobres y de clase trabajadora. Son las docenas de edificios de vivienda pública municipal que hay en el área. Muchos de los habitantes originales de esas unidades siguen viviendo en ellas, desde abuelos hasta recién nacidos. Cuando investigaba la situación por mi cuenta, alguien que trabaja para el departamento de residenciales públicos me informó que todos los terrenos que los rodean han sido adquiridos por desarrolladores privados. También sé, por amigos que viven en tales viviendas públicas, que los alquileres han subido mucho: a veces hasta por $100 al mes. Ha habido otros cambios significativos en El Barrio desde que escribí el artículo que publicó este periódico en el año 2005. Los pequeños negocios van desapareciendo. En uno, “Jake’s Saloon”, en el Este de la calle 103, mis amigos solían reunirse a escuchar lecturas de poemas y a músicos locales. Otro era la repostería Samba, en donde se reunían para almorzar, merendar o tomar café. Samba también cerró por causa de los alquileres altos. La tendencia sigue en aumento. Por nuestras calles transita ahora una gente nueva que no es latina, que tiene una piel más pálida y que usa ropas más lujosas. Los observo con cierta curiosidad mientras examinan productos latinos en nuestras bodegas y colmados. Parecen confundidos. Muchos son jóvenes; un gran número tiene ambiciones artísticas y proyecta una energía positiva. Pero, como ha sucedido antes en otros sectores de Manhattan, también ellos tendrán que irse según los precios sigan subiendo y los vaya reemplazando una población con más años y más dinero. Ya para ese momento, El Barrio y nuestro modo de vida latino en él serán tan sólo un dato histórico. Hace unos días estaba yo en la esquina de la calle 106 y la avenida Lexington, conversando con una amiga que vive allí y que también nació en El Barrio. Ella y su marido compraron y renovaron un edificio propio de cuatro pisos hace más de una década. Muchos que pasaban se detenían a hablar con nosotras: intercambiamos chismecitos. Al separarnos, mi amiga y yo lamentamos los cambios que están ocurriendo. El desplazamiento de las familias pobres de clase obrera, los alquileres altos y el cierre de los pequeños negocios nos parecieron un barómetro que apunta hacia el fin de un modo de vida. “Voy a echar todo esto de menos cuando desaparezca”, dijo mi amiga. “Eso viene”, le contesté con una mezcla de tristeza, frustración e ira. Me pregunté, mientras me despedía, porqué más de nosotros no habíamos invertido en una propiedad –aunque fuera pequeña- para asegurarnos un lugar en nuestra propia comunidad. ¿Podía imaginarse alguien que nuestro Barrio, localizado en un área tan envidiable de Manhattan, con vías buenas de transportación, cerca de Central Park y del sector de la Quinta Avenida conocido como “Museum Road”, estaría a salvo de los desarrolladores? Mirando hacia atrás, tal ingenuidad me sobrecoge.
Sin embargo, lo cierto es que durante casi un siglo hemos personalizado nuestro barrio. Posiblemente por eso el futuro no sea tan desolado. Hemos dejado nuestra impronta al establecer instituciones culturales importantes. La más conocida es El Museo del Barrio, situado en la Quinta Avenida y la calle 104, una vitrina excepcional para los artistas visuales latinos. Otra institución valiosa es el Centro Cultural Julia de Burgos, localizado en una escuela pública renovada en la esquina de la avenida Lexington y la calle 106. Allí se encuentra el Taller Boricua, una organización comunitaria de artistas que auspicia exhibiciones de arte y que celebró recientemente sus primeros 44 años de vida y de servicio. Y tenemos La Fonda Boricua, un restaurante con un menú totalmente puertorriqueño. Sus paredes están cubiertas de obras de artistas como Antonio Martorell y Diógenes Ballester. También hay fotografías de Hiram Mirastany. El lugar tiene un salón amplio e invita a conocidos músicos latinos a reunirse para improvisar, entusiasmando a los públicos numerosos. Camaradas es otro bar popular que siempre está lleno de gente joven. El East Harlem Café, bajo la gerencia de Michelle Cruz, abre su espacio para que nuestra comunidad ofrezca lecturas de poesía y de libros. Eva de la O, la cantante de ópera Nuyorican, fundadora de la agrupación Musica de Cámara, produce conciertos de esa música, presentando la obra de compositores latinos de música clásica. Yo misma sigo siendo miembro de la organización “Women of El Barrio”, que agrupa a mujeres inteligentes y trabajadoras, comprometidas con el bienestar de nuestra comunidad. La presencia de nuestros vecinos mexicanos contribuye a una atmósfera pintoresca y acogedora. Ellos venden sus flores y sus dulces caseros en carretas en las cuales se puede comprar un taco fresco por muy poco dinero. Sus restaurantes tienen encanto y ofrecen magnífica comida étnica: uno de mis favoritos es El Paso. No hay duda de que nuestra presencia colectiva, aunque disminuye, todavía se nota. Pero las alteraciones aumentan y a tal ritmo que no se pueden negar los cambios sustanciales que ya se están llevando a cabo.
La sensación de que he llegado a casa y de que mi comunidad me ha acogido durante diez años suscita en mí un agradecimiento profundo. Por eso me duele imaginar el tiempo que se aproxima, cuando se haya desplazado esta población enérgica y creativa de mis compueblanos Nuyorican. ¿Se convertirá el Harlem Latino en otro Upper West Side elegante, socialmente aceptable y lleno de ‘yuppies’? ¿Quedará nuestro Barrio como otro recuerdo más? El tiempo contestará esas preguntas. Por el momento, yo sigo siendo cautelosamente optimista al creer que, de alguna manera, nuestra presencia puertorriqueña y latina ha obrado allí una diferencia indeleble.
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