Joe Madrid en Clave del Sol
Por. Juan Manuel Roca

Tomado del libro ¡Fuera Zapato Viejo!
2014 - Páginas 66-79

PARA SU ÁLBUM DEBUT Llegó la salsa, de 1976, Joe Madrid fue fotografiado por Archie Raisbeck en los estudios de Ingesón. ©ARCHIE RAISBECK / ARCHIVO CRISTOBAL MADRID

PARA SU ÁLBUM DEBUT - Llegó la salsa, de 1976, Joe Madrid fue fotografiado por Archie Raisbeck en los estudios de Ingesón. ©ARCHIE RAISBECK / ARCHIVO CRISTOBAL MADRID

El legendario pianista cartagenero y el poeta autor de este texto fueron compañeros de colegio en sus años de infancia. Este retrato atrapa los extremos de la vida de Joe Madrid: desde sus tempranas incursiones en el piano del colegio, hasta sus años finales conectado a otro instrumento.

El Artista Adolescente

Interior. Dia. El colegio, al que llamábamos el Colombo en un acto que no era patriotero sino porque abreviaba su peculiar nombre, "Colombo­Ecuatoriano", una casona de Chapinero de estilo ingles ubicada en la calle 55, arriba de la carrera 13, tema un patio de recreo donde ocurría lo más vital para nosotros, un puñado de alumnos que soñaba con estar fuera de los cuatro muros cardinales de una institución que, por lo demás, era conducida por un rector liberal y progresista venido de Ecuador, don Benjamín Piedra Granda.

Junto al patio estaba la rectoría, en la rectoría había un piano de cola, sobre el piano reposaba un pequeño atril, en el atril había unas viejas partituras con los himnos nacionales de los dos países.

Cada vez que se podrá, el piano perdía su condición de animal fósil y antediluviano cuando entraba un muchacho delgado y risueño a esa estancia, un adolescente de ojos bulliciosos y mirada inteligente que doblaba las partituras, supongo ahora que lo hacía para que no le perturbaran su inspiración, y se arrellanaba en el butaco de raso.

Luego, como brotada del aire, el muchacho flacuchento empezaba a tocar una celebre pachanga y los salones de clase se transformaban en un pequeño coro: "Cuando yo siento los cueros, cuando yo siento el timbal".

ERA EL VIVO RETRATO DEL ARTISTA ADOLESCENTE: UN ICONOCLASTA SIN ENCORES NI DESEOS DE VENDETAS, UN SOÑADOR SIEMPRE DISPUESTO AL FESTEJO. UN AMIGO LEAL CON UNA DISPOSICIÓN NATURAL A LA RISA.

Recuerdo esa celebre canción cubana porque en los años sesenta se es­ cuchaba en las emisoras bogotanas, una y más veces en labios del que antes de cantante fuera un virtuoso timbalero, Rolando Laserie. Y recuerdo también, como si fuera hoy mismo, el arreglo que le hizo nuestro compañero de aulas con una facilidad abrumadora.

El muchacho, vibrante, nervioso y loco como una cafetera, se llamaba Madrid Merlano José Francisco. Así lo llamaban cada tanto al tablero o a la rectoría, a no izar bandera o a preguntarle donde había puesto las partituras de los himnos, en esa jerga escolar un tanto castrense que antepone los apellidos a los nombres.

A pesar de los llamados al orden, el rector, un hombre sabio y sensible, respetaba y estimulaba el poderoso talento de aquel singular alumno.

Madrid Merlano era el vivo retrato del artista adolescente: un iconoclasta sin rencores ni deseos de vendetas, un soñador siempre dispuesto al festejo, un amigo leal sin grandes alardes efusivos, pero con una disposición natural a la risa y más proclive a una tranquila desobediencia que a meterse de narices en los textos escolares.

Yo les seguía la pista a sus incursiones a la sala del piano porque sabía, y lo sabía aún más su fiel compañero German Chavarriaga, amigo de cuna a tumba, de las aulas a la vida, que hoy es un gran y discreto percusionista, que cuando José Francisco se sentaba al piano la modorra escolar se desvanecía, como dicen que ocurre con todo lo sólido, en el aire.

Muchos años después, cuando volví a encontrar a nuestro precoz pianista en la noche bogotana, ya hacia un buen tiempo que sus colegas músicos habían resuelto rebautizarlo con el nombre abreviado y sonoro de Joe Madrid.

Con solo verlo recordé las veces en que el pianista adolescente sacaba las manos de los bolsillos de su chaqueta, en una época en que el aire bogotano era más frío que el cuchillo de un esquimal, y cómo volcaba su calidez interior espigando sus dedos en el teclado.

Resultaba claro que, a cualquier hora y en cualquier lugar donde Joe desenfundara sus manos ante un piano, la fiesta empezaría.

Así recuerdo su etapa primeriza y ya virtuosa de los tiempos colegiales: primero, tras el acorde inicial, su música recorría el primer piso de la casona, luego subía a las habitaciones del internado y se arrojaba por la mansarda a la calle, que era el sitio en verdad donde casi todos queríamos estar.

ADEMÁS DEL PIANO, Madrid tocaba instrumentos como el acordeón y el bajo. En la instantánea, tomada a principios de los sesenta, lo acompañan el saxofonista Julio Arnedo y el baterista Germán Chavarriaga. ©ARCHIVO CRISTOBAL MADRID

ADEMÁS DEL PIANO, Madrid tocaba instrumentos como el acordeón y el bajo. En la instantánea, tomada a principios de los sesenta, lo acompañan el saxofonista Julio Arnedo y el baterista Germán Chavarriaga. ©ARCHIVO CRISTOBAL MADRID

Hasta ahí, hasta ese momento, los alumnos repetían la lección de geografía o evocaban el pasaje de la historia en el que Bolívar huía por una ventana de septiembre.

Porque ocurría que, con solo oír ese acorde inicial de nuestro pianista furtivo, nadie quería saber más de sustantivos y adverbios ni de los héroes de la patria; nada más había un balanceo corporal un tanto primitivo de muchachos andinos, arrítmicos pero felices.

Un día el pianista adolescente repartió, como quien reparte la hostia de la insumisión, unos cancioneros para que cambiáramos la "himnosis" cotidiana, la solemnidad de los himnos patrios, por algún tango o por alguna milonga durante la hora de izar la bandera. Creo que "Cambalache" fue nuestro himno nacional por un buen tiempo.

LA COLOMBIA ALL STARS fue un proyecto efímero echo a imagen y semejanza de la Fania en Nueva York. Participaron en él los más destacados salseros de la década del ochenta.

LA COLOMBIA ALL STARS fue un proyecto efímero echo a imagen y semejanza de la Fania en Nueva York. Participaron en él los más destacados salseros de la década del ochenta.

  1. Armando Escobar
  2. John "Saxon" Gaviria
  3. No identificado
  4. Juan Piña
  5. Adolfo Castro
  6. Wilson Viveros
  7. Julio Ernesto Estrada, "Fruko"
  8. Lei Martin
  9. Jimmy Salcedo
  10. Joe Madrid
  11. Armando Manrique
  12. Alex Villanueva
  13. Willie Salcedo
  14. No identificado
  15. Gustavo García, "El Pantera"
  16. Jairo Licazale
  17. Gabriel Rondón

DESDE ENTONCES SE DEDICÓ A SER EL MAESTRO DE SÍ MISMO, UN MÚSICO AUTODIDACTA QUE APRENDÍA A TRADUCIR EN EL TECLADO LA MÚSICA QUE POR ALGÚN MISTERIO LO HABITABA DESDE SIEMPRE.

Joe, La Leyenda

Joe Madrid, o el que pronto se convertiría en Joe Madrid, abandonó un buen día el colegio, ni Chavarriaga ni yo recordamos bien la fecha, pero en su piano de cola había dejado unas huellas imborrables.

Jamás ese bello instrumento fue visitado por manos más virtuosas, más alegres y creativas, aunque el rector se empeñara en tocar polkas y pasillos ecuatorianos.

Joe se volvió entonces, para todos nosotros, una leyenda.

Supimos por radio rumor, que era el mismo corrillo del colegio, su prehistoria conocida gracias a un pariente suyo de Cartagena de Indias: nos enteramos de que, a los cinco años, en 1950, ya tocaba el acordeón como si fuera una prolongación de sus manos. Que luego, como también le ocurrió en su adolescencia a Lucho Bermúdez, tocó en una banda militar, en su caso en la banda de guerra de la armada de su ciudad natal, y que fue ahí donde dio sus primeros pasos como musico de grupo, eso SI, sin perder el sabor del que siempre estuvo dotado. Allí demostró que ni siquiera la música militar podría echarle a perder su privilegiado oído.

Recordamos que siempre fue ambicioso y que por eso no pudo soportar las clases en un Conservatorio al que ingresó a la edad de catorce años.

Conservatorio le parecía una palabra proveniente de conservador, decía, porque era un recinto para niños obedientes que no teman música por dentro. Y que por lo tanto no entendían que, en la vida, como en un jam-session, se debe saber improvisar.

Desde entonces se dedicó a ser el maestro de sí mismo, un musico autodidacta que aprendía a traducir en el teclado la música que por algún misterio lo habitaba desde siempre, para asombro de sus padres y hermanos, de sus novias y amigos.

Siempre me agradó el carácter abierto de Joe Madrid. Nunca presumió de nada. Nunca hablaba sacralizando su carrera ni sus grandes logros musicales. No intentaba erigirse su propia estatua ni oficiar en su propio culto. Fue por otros que nos enteramos de su infancia de niño genio en el barrio Manga, de sus arreglos maravillosos para salsa y jazz posteriores a las aulas, de su tránsito entre grandes músicos que lo respetaban y con los cuales tocó y sobre todo compartió su brillo y su sabor, sus inagotables registros.

A vuelo de pájaro habría que recordar entre sus pares musicales desde el habanero Mongo Santamaría, que tuviera en su orquesta a Chick Corea, otro embrujador del teclado. Y entre otros grandes de la escena musical a Tito Puente, lo mismo que sus legendaries conciertos con bandas como las de Larry Harlow, Ray Barretto, o con Gato Barbieri, Justo Betancourt, Aretha Franklin, Stan Kenton y Machito, léase bien, Machito, el mismísimo par de Mario Bauzá, varios mambos de por medio.

Muy pelado, Joe, ya había tocado para las orquestas de Lucho Bermúdez y de Pacho Galán, con Ramón Ropaín, y sus viejos compañeros de colegio nos jactábamos más que el de su talento.

De su talento y también de su humor, un humor disolvente y agudo como pocos, en el que no pocas veces la víctima era el mismo, en una suerte de autofagia tocada de una orgullosa humildad.

Cuando oí por primera vez en una emisora de Medellín un fragmento de su "Cumbia típica", con resonancias de la fabulosa cumbia cienaguera, en un programa en el que se hablaba de la magistral composición de Joe con Monge Santamaria, corrobore lo dicho por algunos músicos que pasaban por esa ciudad a la que iban a grabar: que sin abandonar la raigambre de nuestros aires ni buena parte de su instrumental autóctono, Joe abría un camino para hacer más contemporánea nuestra música, algo que lamentablemente no fue seguido por otros intérpretes colombianos que se plegaron de manera mimética a la salsa de Nueva York o de Puerto Rico.

Valga señalar las valiosas excepciones de Francisco Zumaque, por supuesto, y un poco más tarde de Antonio Arnedo.

En esa composición legendaria de Joe y de Monge también tocaba el sincelejano Justo Almario.

Por ese programa radial supe que Joe seguía sus andanzas en Nueva York y que Nueva York andaba también en su cabeza, una cabeza portentosa que lo mismo aprendía idiomas que atrapaba otros aires en el sincretismo salsero, todo como si tuviera manes de esponja.

Joe era habilísimo en la creación de cualquier mestizaje musical, mezclaba su sabor con lo mejor de la salsa del momento, del jazz, de la bossa nova y de todo esto salía su propio sabor.

En el Yankee Stadium, el correspondiente pagano a la Meca para los musulmanes, con un aforo completo, en su piano, sin duda un piano de menos aristocrática apariencia que el del "Colombo", debió deslizarse alguno de esos sonidos con los que embrujaba el patio del colegio, que era nuestro pequeño Stadium casero, nuestro Carnegie Hall de barriada, fue lo que pensé cuando supe la noticia de sus nuevos senderos musicales.

Era algo muy distinto, me imagine, lo que ocurría en su ánimo cuando era llamado a la pizarra: "Madrid Merlano José Fernando, pase al tablero", que cuando escuchaba al presentador de la orquesta: "En el piano, desde Colombia, Joe Madrid". Pero creo que la esencia del artista cachorro y de nuestro hombre en la gran manzana seguía siendo la misma.

ENTRE 1976 Y 1980, en pleno boom salsero, Joe Madrid produjo varios elepés para el sello Polydor: Llegó la salsa, Pasadísimo, La moña y Puro sabor / Un viejo amigo.

Joe Madrid - Llegó la salsa - ©ARCHIVO DEL WEB.

Joe Madrid - Llegó la salsa - ©ARCHIVO DEL WEB.

Joe Madrid - Pasadisimo - ©ARCHIVO DEL WEB.

Joe Madrid - Pasadisimo - ©ARCHIVO DEL WEB.

La Noche

Exterior. Noche. Joe Madrid murió un 24 de diciembre de 2005 en Bogotá, donde inició su carrera en los sitios nocturnos. En lugar de un obituario escribí una evocación y pensé en un teclado de luto. A propósito de esa nota su madre me envió desde Cartagena una carta afectuosa y entonces el gesto de escribir sabre el amigo fallecido resultó menos inútil.

Hacía unos pocos meses había ido a oírlo tocar en un barcito del centro de Bogotá con una banda de muchachos que lo miraban como lo que era, un artista genial y generoso que no escatimaba sus conocimientos, pero que jamás presumía de ejercer ningún maestrazgo.

Ahora lo acompañaba un objeto extraño y solo en un comienzo perturbador en un escenario: un tanque de oxígeno que le ayudaba a respirar. Para cualquier persona sin su talante de gozador de la vida, sin su carácter ajeno a cualquier asunto lastimero, esto podría parecerle una tragedia. Para el, era un motivo de ironías, de dardos certeros a las encerronas a las que nos someten los días y el artero otoño de los calendarios. "Con el tanque de oxígeno ya son como seis los instrumentos que debemos cargar antes y después de cualquier presentación", me dijo una vez.

Joe Madrid - La moña - ©ARCHIVO DEL WEB.

Joe Madrid - La moña - ©ARCHIVO DEL WEB.

Joe Madrid - Puro sabor / Un viejo amigo - ©ARCHIVO DEL WEB.

Joe Madrid - Puro sabor / Un viejo amigo - ©ARCHIVO DEL WEB.

Pero, la verdad, había una ironía mayor: todas las benditas noches, en un sitio o en otro de la ciudad, era el quien nos prodigaba bocanadas de aire, el oxígeno de su música y de su palabra.

Genio y figura hasta la empuñadura, Joe pasaba de abrir la pipeta de oxígeno a fumar un cigarrillo y de este a un trago corto y seco y finalmente al puerto seguro de su piano.

Nunca compartió la idea de Jean Cocteau que un día le exprese a propósito de un amigo común y con el deseo de que no lo fuera a tomar como dirigido hacia el: "Hay un tiempo de tomar cocteles y otro de vomitarlos". Pero eso no cabía en su estilo, en su talante, en el carpe diem que regía sus actos. Su tiempo siempre fue el mismo en relación con el festejo y con un cierto hedonismo modesto, elegante en sus maneras y lejano de cualquier ordinariez.

Con su muerte leí algunas pocas notas que se empecinaron en hablar de sus aficiones y estímulos, de sus adicciones, pero sus recurrentes drogas siempre fueron la música y la literatura, que leía con fruición y lucidez al mismo tiempo. Mas bien era el quien nos brindaba algo más que una prótesis para andar por el mundo, una música que a muchos se nos volvía, como sus divertidas historias, un asunto adictivo y suscitador.

La más reconocida de sus adicciones, y así lo expresaba con total libertad, humeaba cotidianamente en sus dedos. "La dama de cabellos ardientes" de la que hablaba Barba-Jacob, la siguaraya festejada por el bárbaro del ritmo Bartolomé Maximiliano More, lo acompañaba en sus soledades y en sus fugas musicales.

LA PRIMERA TEMPORADA del programa COMPRE LA ORQUESTA, animado por Pacheco, presentaba una verdadera reunión de grandes músicos. En la foto puede verse a Gabriel Rondón en la guitarra, al maestro Montoya en la flauta, a Hernán Escobar en el bajo y, dirigiendo desde el piano, a Joe Madrid. ©ARCHIVO EL TIEMPO

LA PRIMERA TEMPORADA del programa COMPRE LA ORQUESTA, animado por Pacheco, presentaba una verdadera reunión de grandes músicos. En la foto puede verse a Gabriel Rondón en la guitarra, al maestro Montoya en la flauta, a Hernán Escobar en el bajo y, dirigiendo desde el piano, a Joe Madrid. ©ARCHIVO EL TIEMPO

La leyenda negra, y esto es algo que a mi poco me importa, murmura acerca de otras adicciones de Joe, de naturalezas menos blandas. Pero la mayor de ellas, aparte de la música, era sin duda la lectura.

A sugerencia suya leí el pequeño y conmovedor libro de Raymond Carver sabre su padre alcohólico. Joe fue en verdad un lector apasionado y reflexivo, un artista que tocaba todas las piezas del teclado del arte, alguien a quien todo interesaba y no privativamente el musico arrullado y ensimismado en su oficio.

Hablando con su más viejo compadre German Chavarriaga, repasando tantas historias y leyendas de Joe, nuestro notable percusionista me traza un retrato hablado del amigo de pocos y maestro de muchos: "Todos los músicos que tuvimos que ver con él le debemos más de un aprendizaje musical y más de un aprendizaje humano".

JOE ERA UN HOMBRE, QUÉ DUDA CABE, DEL CARIBE. NI LOS LARGOS AÑOS PASADOS EN BOGOTÁ O EN NUEVA YORK CON ESCALAS BREVES EN UNA CASA EN ANAPOIMA, HICIERON MELLA EN SU DETONATE ESENCIA CARIBEÑA.

Y entonces hace algo que parece un boceto verbal de nuestro amigo, un recuento de la facilidad de su expresión verbal, con la que como un emisario de Babel rompía la maldición de una única lengua. Lo mismo aprendía inglés que alemán, lo mismo se zambullía en la literatura universal que en la poesía, y ni que decir de su asombrosa capacidad para tocar cualquier instrumento. Pasaba del trombón al saxofón o al piano, como quien visita un viejo vecindario conocido.

Me dice Chavarriaga que era maravilloso ver cómo le indicaba a cada músico la posición a seguir, cómo les señalaba y corregía tocando desde sus propios instrumentos. Lo hacía "con naturalidad, con un cariño y un rigor que a toda su orquesta sorprendía y emocionaba". "Ah, era asombroso ver a Joe sentado en una mesa oyendo cualquier tipo de música, en la mitad de cualquier sitio público, con la cabeza llena de la bullaranga musical que hubiera, inclusive bebiendo algunas copas. Ninguno de los que estábamos con el sospechábamos que mientras parecía un parroquiano más estaba hacienda algún arreglo, sin piano, sin ningún apoyo y lo mejor y más inesperado era que luego todo le salía a la perfección, muy pero muy elaborado".

Yo mismo, a propósito de la versatilidad de Joe para tocar instrumentos, recuerdo un sitio nocturno de los años sesenta durante la década en que viví en Bogotá tras largas intermitencias en Medellín. El lugar se llamaba Hippocampus y ahí tocaban mis dos viejos conocidos con el creador de "Manricuras", el gran pianista Armando Manrique, otro de los escasos y avisados pioneros del jazz en Colombia.

A Manrique lo secundaban Joe Madrid en el bajo y German Chavarriaga en la batería. Era un trio formidable del que lamentablemente me parece que no existen grabaciones, aunque si algunas fotografías. Solo queda en la memoria de algunos pocos el talento de este trio de adelantados y el sonido del bajo de quien solo será, quizá, recordado como un pianista fuera de serie. Repito. Supongo que nada de esta música creada en el Hippocampus debe estar grabada. Fue esa música efímera algo así como escribir con tinta sobre el agua.

German Chavarriaga también tocó los timbales en el long-play inaugural que hizo Discos Polydor en Colombia con Joe Madrid y con un grupo de buenos músicos colombianos, titulado como un advenimiento, como la llegada del Mesías: Llegó la salsa.

HABÍA NOCHES EN LAS QUE NO LLEGABA A TOCAR. ME DECÍA QUE HAY ÉPOCAS EN QUE HAY QUE ESCONDÉRSELE A LA NOCHE, PORQUE CON ELLA SE PACTA, SE ESTABLECE UN COMERCIO CON AUSENCIAS, Y SONREÍA SIN DAR MÁS EXPLICACIONES.

Cantaba Julio Licazales. La orquesta tenía unos buenos coros y cerca de 11 músicos, todos colombianos, casi un pueblo subido en la tarima. Es bella y limpia la trompeta que en todos los temas tocaba Evelio Villarraga.

Este disco cuenta con una predominancia de composiciones y arreglos del mismo Joe. (Mientras escribo estas líneas escucho este acetato y vuelvo a caer en el embrujo de sus limpias sonoridades).

Joe era un hombre, qué duda cabe, del Caribe. Ni los largos años pasados en Bogotá o en Nueva York con escalas breves en una casa en Anapoima, hicieron mella en su detonante esencia caribeña. No era, parodiando a Mishima, el costeño que perdió la gracia del mar.

Esa gracia, esa condición suya de una arrolladora vitalidad "abierta como el mar", esa fusión de afecto y humor, de agudeza y sentido de la comicidad y del absurdo, se nos fue haciendo a todos proverbial hasta sus últimos días. No hay quien no recuerde su desenfado, su capacidad burlona e inteligente de ver el reverso de las cosas, lo cómico que esconden las verdades únicas y algunos personajes que se atreven, de tan seguros como viven de sí mismos, a abrir la ducha para cantar en público.

Este diciembre 24[, 2012] se cumplirán ya siete años de la desaparición de Joe Madrid y no es posible no recodarlo a cada tanto llenando la noche bogotana con su música.

Acabo de ver un registro de la televisión en la que Joe festeja a Tito Puente, de cuerpo presente en la pantalla, pero también ahora ausente, como si una orquesta de sombras siguiera sonando en la gastada pista de la memoria.

Joe interpreta en ese programa “Ariñáñara”, composición de Chano Pozo, que es como decir una inspiración del hombre que llevo desde las cabeceras de la música cubana un nuevo aire al jazz, un hambre insaciable de música y una capacidad de sacarle múltiples voces a su conga, a su tambor.

Joe recogió ese legado y esa memoria del percusionista que hizo exclamar a Dizzy Gillespie: "Es el tamborero más grande que he oído en toda mi vida". Y dedica su versión de la célebre canción de Chano Pozo a su amigo Tito Puente.

Quien vea ese registro filmado en el que nuestro pianista se vuelca en el piano y suelta SU versión de "Ariñáñara", también recordara al que llamaban el rey de nuestras congas de aquel entonces, Willie Salcedo. Y podrá ver cómo una interpretación puede seguir siendo igual de fresca y de vital tras varias décadas, tras ser grabada en la pantalla en marzo de 1982.

No sé exactamente y ni siquiera de una manera aproximada cuantas noches fui a lugares en los que tocaba Joe Madrid. No fueron tantas a lo largo de su vida, pero si fueron todas inolvidables, inclusive algunas en las que no llegaba a tocar, en las que dejaba esperando al auditorio, porque después cuando lo encontraba en la calle, en un bar o en una librería, me decía que hay épocas en que hay que escondérsele a la noche, porque con ella se pacta, se establece un comercio con ausencias, y sonreía sin dar más explicaciones.

Me cuesta trabajo pensar que desde ese 24 de diciembre[, 2012] de hace siete años Joe se haya animado a negociar con la noche para no salir, para aceptar el comercio de ausencias y así ahorrarse más explicaciones por no llegar a la fiesta.

Acepto de mala gana su pacto con la noche, pero a cada tanto creo que lo voy a encontrar al doblar una esquina, en la pista de baile temporal y transitoria de la memoria, donde guardo mi sincera gratitud.

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