Joe Cuba ya no irá a Georgia

El boogaloo de Joe Cuba fue el reflejo artístico de toda una sociedad, la de los latinos que buscaban abrirse paso en el Nueva York de los años 60.

 

 

Joe Cuba- GETTY IMAGES

Por Tony Sabournin / tsabournin@yahoo.com.

 

 

Tomado de La Revista.

Periódico El Nuevo Día de Puerto Rico

 

Joe Cuba, “El Padre del Boogaloo”, se nos fue el domingo 15 de febrero. Sin embargo, en esta oración hay varios conceptos erróneos. Primero, Joe Cuba ni era cubano ni se llamaba Joe, o ni siquiera José. Su verdadero nombre era Gilberto Miguel Calderón, y nació de padres puertorriqueños en el área del Harlem Latino en el condado de Manhattan, perímetro que aún conocemos cariñosamente como “El Barrio”. Lo de Joe vino como herencia de su época como percusionista en la banda de Joe Panamá, uno de varios Joes que pulularon en la escena de la música latina en el Nueva York en los 50 y 60, como Joe Loco, un pianista influyente; Joe Valle, el bolerista boricua de fama internacional; Joe Bataan, el afro-filipino-boricua intérprete de boogaloo que llegó a ser una de sus figuras más populares; y Joe Quijano, el cantante y director de una de las mejores bandas gigantes de todos los tiempos. Joe Cuba tampoco fue “El Padre del Boogaloo”, ya que históricamente el primer tema reconocido bajo ese género fue “Boogaloo Blues” del también descendiente de boricuas Johnny Colón. Pero definitivamente, Joe Cuba fue el que más lejos lo llevó.

 

Aún recuerdo mis quince años -hace muchos años- tratando de aprender inglés a mi llegada a Nueva York, sintonizando un radio de transistores, pequeño y de baterías. Buscaba la señal de 770 AM, WABC y sus programas de Cousin Brucie, Chuck Leonard y Dan Ingram, para oír las canciones de los Beatles, los Rolling Stones, los Monkees, Gary Puckett y los Union Gap. Trataba de descifrar palabras incomprensibles para mí, y recuerdo cómo se me paraban los pelos de punta al escuchar una serie de silbidos y silbatos, con un coro que pude comprender, que decía “I’ll never go back to Georgia” (“Nunca regresaré a Georgia”). Años más tarde aprendí que la voz que cantaba aquello pertenecía a Cheo Feliciano, quien soneaba, en un español que sí entendía, “No, no, que no me da la gana”. Así fue que conocí a Joe Cuba y su legendario “El Pito”.

 

Más de 40 años después mi pecho aún se hincha de emoción y la sangre todavía corre enloquecida hacia mi cerebro con el recuerdo adolescente de esa canción, que me llenó de un orgullo incomparable: un latino como yo podía tocar su música, a la par con la de los legendarios Beatles y Rolling Stones, en la emisora más popular de aquel entonces. Fue un espejismo temporero, que me hizo creer que, en verdad, todo era posible en la gran metrópolis neoyorquina.

Lo irónico del caso es que esa sensación de orgullo por “El Pito” nunca amainó, a pesar de haber conocido otros “factores atenuantes” que contribuyeron a que ese tema se convirtiese en un súper éxito.

 

Como el hecho de que el estribillo de “I’ll never go back to Georgia” fue sacado de un tema del trompetista de jazz Dizzy Gillespie, cuyos instrumentos fueron robados durante una parada en ese estado sureño bajo la fiebre de los ataques raciales de esos años, y que, de hecho, Joe Cuba jamás puso un pie en Georgia. Que la colocación de “El Pito” en WABC tuvo que ver más con las destrezas mafiosas del difunto Morris Levy, emperador del sello Tico, precursor monopolístico de lo que sería la Fania años más tarde, y manejador de las carreras de Tito Puente, La Lupe, Mongo Santamaría, entre otras, que con la calidad artística de la canción. Y que “El Pito” no era mucho más que un relajo sobre una metáfora en torno a una sustancia controlada, en vez del resultado de la musa precoz de un conguero del barrio.

 

Nunca me importó todo eso.

 

Joe Cuba fue el icono cuyo sexteto nunca necesitó del acompañamiento de trompetas, trombones o saxofones, haciendo del vibráfono el instrumento armónico dominante, dándonos en el proceso clásicos como “Bang, bang”, “El ratón”, “Sock it to me” y “Ariñañara”, así como las voces melosas y acopladas de Cheo Feliciano, Willie Torres y Jimmy Sabater, cuyo inolvidable “To be with you” (”Estar contigo”) y “Memories of You” (“Tus recuerdos”) dio pie a nuestro “Y-Danz”, un atrevido estilo muy diferente al modo de bailar relativamente puritano de nuestros padres.

 

Ahí radica la esencia de Joe Cuba. Su boogaloo fue un reflejo artístico de nuestra sociedad de entonces. Una música real, simple, a veces áspera, salida directamente de las esquinas de nuestros barrios, de los juntes callejeros y ensayos sotaneros, sin los arreglos elegantes de los paladines del Palladium -Machito, Puente o Rodríguez- o el linaje cultural cubano de Arsenio o Pérez Prado. Pero era en inglés, el idioma que hablábamos los jóvenes residentes de la urbe neoyorquina entonces, y aún hoy. Y eso hizo posible su acceso a las capas populares, así como a las ondas de WABC.

 

Muchos melómanos periódicamente nos preguntamos qué hubiera pasado si el boogaloo y la salsa en inglés que interpretaron artistas como Joe Cuba, Jimmy Sabater, Joe Bataan y Ralphy Pagán, entre otros, hubieran sido promovidos como lo fue la salsa en español. Hay teorías que sugieren que varios individuos, incluyendo los jeques iniciales de la Fania, Jerry Massuci y Johnny Pacheco, invirtieron fuertemente en la radio (mis antecedentes disqueros aún me impiden utilizar el sacrílego término de “payola”) para evitar la continua difusión del Boogaloo y la salsa en inglés, insecticida eficaz que premió a artistas como Joe Cuba con un boleto de ida en la nave del olvido popular.

 

En análisis retrospectivo, esa fue quizás la estrategia mercantil óptima, ya que la difusión del boogaloo y la salsa con letra en inglés hubiera sido una tarea titánica en mercados como Puerto Rico, el Caribe y América Latina, donde los sentimientos nacionalistas anti-yanqui hubieran erigido una barrera cultural casi imposible de superar. Pero siempre flotarán en el aire los vapores de la duda, del qué-hubiera-pasado si el boogaloo y la salsa en inglés se hubieran mercadeado hacia audiencias que entendieran las letras cantadas no sólo en Estados Unidos, sino también en Canadá y Europa. Particularmente cuando había evidencias tangibles de su aceptación entre los públicos afro-americanos de entonces, en aquellos tiempos en los que el imperio de Motown se estaba apartando de sus barriadas-núcleos en busca de las audiencias caucásicas. Era una oportunidad obvia para que la salsa en inglés y el boogaloo llenaran un vacío musical entre los residentes negros, que habitaban pared con pared con los latinos en los mismos edificios de las grandes ciudades. Quizás de estos géneros se hablaría hoy con la misma reverencia con la que se analizan el jazz, el soul y el rhythm-and-blues, y sus intérpretes sobrevivientes serían tratados con una veneración similar.

 

Pero eso ya no importa hoy. La verdad remanente de la oración de apertura de este texto es que Joe Cuba se nos fue. Y que Joe Cuba no me perteneció a mí solamente. Joe Cuba perteneció a toda una generación de jóvenes que vivimos y crecimos en el Nueva York de los 60, en un mundo lleno de esperanzas y de revoluciones, de contenidos sociales y amarguras raciales, donde ser un latino en Nueva York era, a partes iguales, oprobio y orgullo. Y que su música bilingüe vivirá siempre con nosotros. Aunque nunca haya ido a Georgia.

 

 

 

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