PERFILES

En Busca de Juan Tizol

 

 

 

Juan Tizol (al centro con gafas) aparece con Duke Ellington (al volante) y su orquesta

 

 

 

Por: Rafael Aponte Ledée

 

«Cuando llegaron los americanos, mi abuelo era contrabajista en una orquesta.  No sé qué funche comían los Tizol pero, según la abuela, los cien años del siglo anterior no podía faltar un Tizol si es que se habla de música»

 

Y después de aquel silencio en que aprovecha a pasar el ángel, me pareció ver su breve gesto rompiendo el calderón con la campana del trombón para atacar de súbito la alzada siguiente y que la música siguiera otra vez.

 

«Entonces entra aquel señor (luego me enteré que se llamaba Ralph Escudero) que venía desde Washington a buscar músicos para la orquesta de Andrew Toma en el Howard Theater.  Mi tío, que al parecer sabía del asunto, le echó el ojo de sosquín y aprovechando la semicadencia paró el ensayo.  Creo que un año antes había venido por lo mismo y entonces fue que se llevaron un fracatán de los mejores músicos de la banda Municipal».

«Todavía quedaban las ruinas de los temblores del dieciocho.  Yo tocaba el euphonium con mi tío Manolo pero en la banda de la escuela tocaba el trombón de pistones (el trombón de vara sólo se usaba en las bandas militares).  Debí de hacerlo bastante bien cuando mi tío, que tenía fama de exigente y cascarrabias, me llevó a tocar en la orquesta sinfónica que también dirigía y que servía a las compañías de ópera que visitaban el País frecuentemente.  Desde temprano, durante el siglo pasado, en la Isla se hacía mucha ópera y también zarzuela y opereta.  No sé si sabe que en Puerto Rico se hizo El babero de Sevilla antes que en Nueva York y que Anna Pavlova, en 1917, bailó en el Municipal las Danzas del Principe Igor.  Cuando la Pavlova, yo tenía alguna experiencia en la orquesta; según le había dicho, yo nací el 22 de enero de 1900.  Un día tío manolo me dio una sorpresa grandísima ensayaba una danza que yo había escrito y él arregló para la banda.  Siguiendo la tradición bauticé mi danza con el nombre de la muchacha que amaba a lo divino.  Era una compañera de escuela que pronto, una tarde lluviosa de zaguán y de espera, me dedicó una sonrisa inolvidable».

 

«Lo recuerdo como si fuera ahora que lo estoy contando.  La mañana que La Democracia traía el anuncio del próximo debut yo me iba a los muelles a ver los artistas bajar de los barcos.  Me daba una alegría inmensa semejante profusión de lenguas y, sobre todo, me llamaba la atención ver a los señores con aquellas chapas coloraditas en sus cachetes de biscuit»

 

«En la época de mi abuelo Eusebio había tres orquestas en San Juan a cual mejor.  La de San José, la de Catedral y la de San Francisco y se llegaba a ellas por oposición frente a un jurado que metía grima.  Cuando los americanos invadieron a Puerto Rico, ya mi abuelo era contrabajista en una  de esas orquestas.  Además de nosotros. Hubo muchos músicos en la familia.  No sé qué fuche comían los Tizol; pero, según la abuela Saturnina, en los cien años del siglo anterior no podía faltar un Tizol si es que se hablaba de música.  José Belén, Mateo y Cosme eran pilares en las orquestas de aquellos espectáculos.  Mateo Tizol ya era maestro concertador cuando Morel Campos sustituyó al maestro Kinterland (el pobre murió con la fiebre amarilla)  para dirigir durante la temporada de Ponce, el trovador, Sonámbula, Ruy Blas, Lucía, Rigoletto y Fausto.  Semejante repertorio, por otro lado, le dará usted una idea del ambiente musical del País.  Y no se vaya a creer que esta efervescencia sólo se daba en la capital o en Ponce, también ocurría en Humacao, Guayama, Aguadilla, Mayagüez, Arecibo».

 

 

Juan Tizol

Fotografía de María Tizol

 

 

«Entonces, como en diciembre, que entra Mr.  Escudero.  Eso fue para 1920.  Con el fin de la guerra regresaron a Puerto Rico algunos de los músicos que se había llevado el teniente Reese Europe para la banda militar que dirigía en Estados Unidos.  Ellos llegando y nosotros con la maleta en la mano.  Mr. Escudero necesitaba trece músicos para reforzar la orquesta del foso en el Howard Theatre.  Me apunté en la lista y entre la bendición y los besos acomodé algunos paquetitos de pasta de guayaba y quesos nativos que fueron mi único sustento por varios días en Nueva York»

 

«A ninguno nos sobraba dinero para pagar el pasaje, de modo que hicimos un serrucho y gratificamos con generosidad al  muchacho que transportaba los baúles del muelle al barco, surto bastante afuera por el escaso calado.  De igual manera, a las once de la noche subimos al ‘Carolina.  En esos tiempos mucha gente viajaba de polizón.  Arreglamos al grumete con unos pesitos y mientras ellos hacían su labor nos turnábamos para descansar apiñados en el catre de alguno de aquellos trabajadores.  En Nueva York me esperaba mi primo Antonio.  Los muchachos de la banda siguieron en tren rumbo a Washington.  Yo no tuve más remedio que pegar en la Sunshire Biscuit Company hasta que me reuní cincuenta pesos para compararme un trombón que vi en la vitrina de carl Fischer.  Ahora que mi equipaje había mejorado podía ir al Howard Theatre a complacer otros gustos con otras rutinas.  ¡Qué iba yo a imaginar que de la experiencia de la fabrica de galletas nacieran los ‘polvos de amor’ y los ‘tocinos de cielo’ de nuestra tiendita en Washington!. 

 

«Cuando se disolvió la Orquesta Howard, donde Escudero era el bajista, aproveché algunos guisos con los White Brothers.  Por el año veinticinco, más o menos, apareció Marie Lucas y reorganizó la orquesta del foso con los puertorriqueños que habiamos quedado dispersos.  Se cita a Duke Ellington diciendo que Marie Lucas fue quien nos llevó originalmente, pero Duke no calzaba mis zapatos.  Marie Lucas no era puertorriqueña, como también se ha creído sino creole de Nueva Orleáns, hija de un actor de teatro ligado a TOBA, que significa Theatre Owners and Bookeers Association.  Esta organización garantizaba trabajo y remuneración justa a sus socios pero no tenía relación directa con la orquesta de Howard.  Duke Ellington tocaba también en l Howard en un palco cerca del escenario.  Era un grupo de cinco músicos donde, además del pianista Ellington, estaban Arthur Whetsol y Sonny Creer.  Los conocí antes de que se fueran a Harlem en 1923 y empezaran a llamarse The Washingtonians.  Con los White Brothers hacíamos bailes en Youngstown y en Filadelfia en la misma noche. Un correcorre del cará. 

 

«Usted no se imagina cuán supersticioso era Duke Ellington.  Si se le caía un botón del abrigo, a una camisa, al gabán, ¡ay madre!, se horrorizaba y mandaba la prenda a alguien que no estuviera cerca.  Los botones tirados por el suelo también traían mala suerte.  Y los cabetes sueltos.  No usaba reloj ni menudo en los bolsillos.  Si necesitaba añadir un músico a la orquesta y el total sumaba 13 mandaba a contratar otro más aunque no hiciera falta. Una madrugada estoy yo recogiendo los telegramas de felicitaciones que llegaron y que él había colocado alrededor del espejo en el camerino; se tapó los ojos con la mano y empezó a gritarme que no lo hiciera, que lo dejara donde lo había puesto él, que llevarlos de recuerdo nos traería desgracias.  Tampoco quería a nadie comiendo maní ni pequeñas golosinas saladas en su camerino».

 

«Whetsol que tocó también con los White Brothers se fue con los Washingtonians a Barronís.  En este filito entre 1922 y 1923, poco antes del cambio de escenario, tocaban en los super shows de las seis en el Howard.  Estaba yo recién llegado. Rosebud Browne y yo nos conocimos, precisamente, en los super shows a los que ella acompañaba a una amiga que noviaba con un compañero de la banda del foso.  Desde entonces sólo nos separamos el día de su muerte, cincuenta y tantos después de aquella tarde donde la luz me pareció distinta.  Y fíjese qué cosa, con Rose se rompen las fuentes para que entren en mi corazón Duke y otos amigos entrañables.  Y empiezo a componer como si la música saliera por la pluma abierta y a recibir dinero en abundancia.  Nos casamos formalmente el 29 de mayo de 1933 en Saint Mark the Evangelis en Nueva York.  En Wasghington estuvimos juntos varios años.  La tarde que conocí a Rose, cuando supe por su amiga que se llamaba Capullo de Rosa (excepto a Duke no le permitía a nadie la llamara Rosebud, como fue bautizada), escapamos del Howard ante que anocheciera.  Con ella empecé a notar los jardines hasta entonces tapiados y con el último claror de la tarde, cuando la luz del sol sólo alcanza a iluminar las copas de los pinos, empecé a enamorarme de su tez de color de los nísperos entreabiertos.  Caminamos un buen rato ya la darnos cuenta estábamos en al esquina de la Quinta y Rhode Island Avenue.   Entramos por un té a un lugar muy simpático y mirándola.  Como la timidez no me había permitido hasta entonces le dije: « voy a este lugar para los dos».  Rió para que yo viera sus dientes perfectos; pulidos y blancos, todos igualitos.  Desde entonces me pareció que las tardes de septiembre eran las más hermosas del año.  Varios años de ahorro me ayudaron a comparar un local en aquella misma esquina en que nos hicimos novios.  Mientras yo tocaba por los cubujones que contrataba Marie Lucas y también Doc Perry (el tipo que le enseñó un montón de cosas a Duke), Rose atendía el Tizol Delicatessen hasta que me llama Whetsol por segunda vez para que fuera a Nueva York a grabar un disco con Duke.  Esto fue en septiembre de 1929.  Grabamos tres números: Jollywog, Jazz Convulsions y Show Motion.  Entonces la llamé de casa de Paco Tizol para que pusiera en venta el Delicatessen y se viniera a Nueva York.  Aquella tarde me puse un flux nuevo y un sombrero precioso de pana y me fui a la estación de tren con Whetsol y le llevé tantas flores, que mi amigo tuvo que ayudarme a cargar con ellas.  Sonó el pito del tren que llegaba a Washington y sentí un revuelo tan grande como cuando muchacho al ver bajar del barco aquellas artistas hermosas».

 

 

Para Juan: la mejor de la suerte

Carmen Miranda

Fotografía de María Tizol

 

 

«Duke era muy cuidadoso para escoger sus músicos.  Yo tocaba con él cuando se decidió por Jimmy Blanton.  Blanton era un bajista magnifico.  Ahí está esa joya Chelsea Bridge con los pizzicatos del bajo contrapuestos a la sección de saxos. . . Lo escuché por primera vez tocando con arco Sophisticated Lady en un sitio inesperado, que es cuando siempre encuentro lo mejor, y corría buscar a Duke y cuando lo escuchó me dijo: «Yo quiero ese bajo, y lo mandó a contratar». Fue cuando vi a Duke decidirse de repente.  Blanton era tremendo tipo.  Se juntaba con Ben Webster, que era otro monstruo, y venga a tocar en los camerinos en la acera. . . Terminaba el show y nos íbamos a cualquier lugar a continuar la música.  Duke me conocía desde que tocaba en el foso de Howard; sin embargo, no fue hasta 1929 que mandó a Whetsol a llamarme para el programa de radio del Cotton Club y meses después para el disco.  Entonces seguí en la orquesta tocando el show del Cotton Club a las seis de la tarde y de ocho a tres de la mañana en el Ziegfield Follies.  ¡Seis días a la semana! En el Cotton Club fue el estreno de Caravan.  Fue lo primero que compuse estando con Duke.  Yo componía directamente en el trombón, luego anotaba la música. Duke me escuchó e hizo el arreglo inmediatamente.  Caravan fue un éxito desde que salió.  Después vino Perdido.  ¿Perdido?  Repetí para estar seguro de lo que oía.  «Perdido significa lost en mi país», le dije.  Bueno, y decidí llamarle así a lo que acababa de componer, y esa noche en el baile de Nueva Orleáns tocamos Perdido.  Todas las orquestas empezaron a tocar mi número.  En todas las radios, en todos los shows no faltaba Perdido desde que Sarah Vaughan, la grabó.  Para mí Perdido era el mejor tema de jazz en su tiempo.  Pero de todo lo que hice, había algo que Rose amaba más que a mí mismo: A Gipsy Without a Song.  La escribí en 1938 antes de nuestra segunda gira por Europa.  El arreglo lo hicimos entre Duke y yo.  Como en todas mis cosas, hay un solo trombón que alguien ha dicho es la rúbrica que identifica mi producción.  Excepto Perdido todas mis cosas las escribí en el camerino o en mi casa mientras hacía embocadura y practicaba notas largas para trabajar el sonido.  Ahí se me ocurrían las mejores cosas.  Se tocaban inmediatamente.  Todo lo que compuse durante los quince años que estuve con Duke, él lo llevó al disco.  Y luego la satisfacción de escuchar tu música tocada por tan extraordinarios artsitas. . .Whetsol, Barney, Tricky Sam, Webster, Duke, Sommy Creer, Hodges, Ray Nance, Blanton».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Art Shaw y Tommy Dorsey

Fotografía de María Tizol

 

Me pareció que Juan Tizol seguía hablando aunque el silencio dejara asentar su propia aumentada imitación.  Lejos de San Juan, en el Cementerio Holy Cross, 5835 West Slauson, Culver City en Los Ángeles, una lapida dice: Rosebud Tizol; May 30, 1900, August 19, 1982.  Junto a ella en otra lapida de mármol: Juan Tizol; January 22, 1900, Abril 25, 1984.

 

En la entrevista de 1978 con Patricia Williard para el proyecto de historia oral del Jazz Tizol, quizás con una mueca de tristeza ¿o desilusión acaso? Deja saber que desde 1968 no volvió a abrir el estuche de su trombón y que desde que dejó de tocar con Ellington no volvió a componer.  Aunque se fue de su orquesta en 1944, volvió con Ellington esporádicamente entre 1951 y 1953 y luego lapsos en febrero de 1960 y de mayo a agosto de 1961.  Desde 1944 hasta 1950 y de 1954 hasta 1960 tocó alternadamente con Harry James (diez años), con Nat King Cole (un año) e incidentalmente con Frank Sinatra y Bobby Lee, además de grabar con una orquesta propia con la colaboración de Willie Smith.  En 1950 grabó una trepitante y jugosa versión de Caravan, junto a Nat King Cole y su Trío: Lovely One, Blame It On My Youth y What Is There To Say.  Igual que en su prolífica etapa con Ellington, en las cuatro piezas que canta Cole destacan hermosos solos de Tizol donde volvemos a apreciar su sonido redondo, cálido, así como la delicadeza y originalidad de su vena melódica.

 

 

Frank Sinatra

Fotografía de María Tizol

 

 

«Duke dormía como un ángel.  Ponía la cabeza en la almohada y ya se había ido de este mundo.  Dormía lo mismo en las Pulman de la orquesta que en un colchón de plumas.  A pesar del calor de las guaguas se arropaba con frisa de lana y en los hoteles quería la habitación más caliente.  La puerta había que cerrarla enseguida porque la corriente de aire lo molestaba.  En cambio era loco con el helado. El día que lo recluyeron, Bobbie Udkoff le llevó un surtido de mantecado al Vincentís Hospital.  Más que las agujas le dolió que le robaran el de sabor a Chocolate.  Cuando Rose y yo vivíamos en Washington, Duke nos mandaba helado de Nueva York.  Nos mandaba Willrights, que era su preferido.  Eso también teníamos en común.  Todas las tardes, allá en Washington, cargábamos con un cuarto de galón de mantecado para la casa. El helado del Delicatessen casi lo consumíamos entre Rose y yo»

 

«Bob Udkoff era un admirador de la orquesta.  Siempre en cualquier baile hay uno que se para al lado de la tarima y no se despega hasta que recogemos la última partitura.  Bob se iba detrás de nosotros.  Cuando muchacho Bob había trabajado en el ‘londri’ [lavandería] de su papá.  Que era donde nos conoció.  La víspera de la muerte de Duke, Bob Udkoff, ya hecho hombre próspero, reunió los músicos de la orquesta en su apartamento y puso todos los discos grabados por Duke.  Aquella mañana que Loui se presentó en Stoker Plaza, donde Rose y nos habíamos mudado, dijo que venía de Nueva York de ver a Duke.  La situación era tan mala, que hicimos la maleta y nos fuimos con él.  Cuando terminaron los escasos minutos de la visita, fuimos un rato a oír a Bassie (Count) que estaba en el Palladium.  En eso vuelve y aparece Loui.  Hablamos sobré él, sobre Duke en voz muy queda para no despertarlo.  Bassie acabó su set y la gente sólo hablaba en murmullos y ésa fue la noche que murió Duke.  Fue una noche de mayo.  Cuando lo llevaron a la catedral, eso era un gentío que no cabía un alma.  Afuera había miles de personas en las calles vecinas. Un cordón de gente apretujada bordeaba las aceras desde la catedral hasta el cementerio.  Entonces vino a mi memoria la escena con aquel sinvergüenza en un baile en el Sur cuando me preguntó que porqué siendo blanco me juntaba con ese chorro de negros.  Fue cuando le dije: « ¿Ve a ese señor que está en el piano?  Ese señor es más admirado que cientos de blancos todos juntos, y le dije tantas cosas más que se fue con el rabo entre las piernas».

 

 

Duke Ellington, Ray Nance, Tricky Sam Nanton(?), Johnny Hodges(?), Ben Webster(?),

Otto Toby Hardwick(e), Harry Carney, Rex William Stewart, Juan Tizol, Lawrence Brown,

 Fred Guy(?) y  Sonny Greer.  En el Howard Theater, Washington, D.C., cerca de 1940.

Foto de  William P. Gottlieb. Biblioteca del Congreso de los EE. UU

 

 

Rafael Aponte Ledée. Finalizó sus estudios musicales en el Conservatorio de Madrid en 1964. Alí estudió con los maestros Calés Otero, Massó, C. Halffter, Emilio López y otros. Al regreso a Puerto Rico obtuvo un premio del Instituto Torcuato Di Tella en Buenos Aires para proseguir estudios en técnicas contemporáneas con los maestros Ginastera, Gandini, Brown y Davidovsky.  Desde 1968 hasta el 2002, fue miembro del cuerpo docente del Conservatorio de Música de Puerto Rico.  Ha sido distinguido con encargos del Festival Casals, Orquesta Sinfónica de Puerto Rico y el Instituto de Cultura Puertorriqueña.

 

 

Entrevista con Juan Tizol para 1974
UCLA documentary project

 

 

Nota: Este artículo se publicó inicialmente en la Revista Domingo de El Nuevo Día de Puerto Rico, el 5 de septiembre de 1993.  Luego se publicó en la Revista Puertorriqueña de Música Resonancias del Instituto de Cultura de Puerto Rico. Año 3,  Número 5, Marzo 2005.

Israel Sánchez Coll transcribió el texto original para Herencia Latina.

 

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