lunes 6 de octubre de 2008

 

CUANDO UN AMIGO SE VA

 
Por Luis Sexto


Ha muerto Helio Orovio. Y sé que no ha muerto, para mí, solo el poeta, el musicólogo, esa figura que recogerán los obituarios como una pérdida de la cultura nacional; el autor del Diccionario de la música cubana, antecedente de otros proyectos, tal vez más voluminosos y precisos, pero que transitan la huella dejada por Orovio.


La noche del 6 de octubre, el noticiario de la Tv me aplastó contra mi sillón al oír la noticia. ¿Cómo es posible si hacía unos instantes, mientras revisaba el original que estoy acabando de escribir sobre Pedro Junco y toda la mitología de su bolero “Nosotros”, me dije: Debo llamar a Helio para consultarle este o aquel juicio; consultar su procedencia, su exactitud histórica o técnica.


Cuando pensé en él, nunca pude creer que podía ser una señal telepática, como un aviso de su muerte. Tantas veces lo recordaba en el día; lo veía tan escasamente viviendo él tan lejos –ahora tan lejos- en Santiago de las Vegas, ese pueblito donde nació en 1938 siendo “nieto de Ramón el lector”, camino de Santiago por donde se le iba la nostalgia en sus poemas rumberos y rumbeantes, versos percutientes de músico popular estudioso, licenciado en derecho diplomático y fino poeta conversacional, irónico y maldito como José Z. Tallet, a quien le consagró la antología cimera soñada a sus 30 años.


Lo conocí en 1966. Todavía Helio no había cumplido 30 años. Y a mi me faltaban siete para hacerlo. Fui a verlo una tarde a El caimán Barbudo, en la redacción de Juventud Rebelde. Yo quería ser poeta y varios de sus poemas, publicados en el polémica mensuario juvenil, en aquella época fundacional, me habían conmovido por la sencillez, por ese lenguaje de casi todas las calles. Supuse que me comprendería. Me le acerqué y le dejé varios de mis versos aprendices. Se había comprometido a leer mis torpezas. Y una semana después dejó su criterio con Silvia Freire, la secretaria de Redacción. En papel gaceta, manuscrita a lápiz, la carta trasuntaba magnanimidad, cercanía.


¿Debo reproducirla? Si lo hago es para su honra póstuma. Le agradecí siempre su estímulo. Y una vez la publiqué en Juventud Rebelde, en una crónica que no hablaba de su futura muerte, sino de su fecunda existencia. “Hay momentos en los poemas que casi tocan la poesía, pero las caídas son muy visibles luego. (...) El poeta tiene que ser creador. No puede escribir por la voz de nadie, aunque ese nadie se llame César Vallejo. (...) Ahora bien creo que tienes sensibilidad, amor a la poesía y fuerza vital. Debes aprender a utilizarlas mejor.”


¿Cómo fue posible que Helio, ya entre las voces prominentes de aquella generación insurgente que en el Caimán Barbudo entonces lideraba, desde un extremo, Jesús Díaz, luego tan veleidoso, pudo expresar una crítica severa sin negarme la posibilidad de algún día llegar a escribir un poema decente. Helio Orovio había salvado de la dispersión y la inseguridad mi vocación literaria. Amarillenta, conservo esta carta entre mis papeles más queridos.


Helio Orovio era, sobre todo, una buena persona. Su mejor epitafio