Ha muerto Helio Orovio. Y sé que no ha muerto, para mí, solo
el poeta, el musicólogo, esa figura que recogerán los obituarios como
una pérdida de la cultura nacional; el autor del Diccionario de la
música cubana, antecedente de otros proyectos, tal vez más voluminosos
y precisos, pero que transitan la huella dejada por Orovio.
La noche del 6 de octubre, el noticiario de la Tv me aplastó contra mi
sillón al oír la noticia. ¿Cómo es posible si hacía unos instantes,
mientras revisaba el original que estoy acabando de escribir sobre
Pedro Junco y toda la mitología de su bolero “Nosotros”, me dije: Debo
llamar a Helio para consultarle este o aquel juicio; consultar su
procedencia, su exactitud histórica o técnica.
Cuando pensé en él, nunca pude creer que podía ser una señal
telepática, como un aviso de su muerte. Tantas veces lo recordaba en
el día; lo veía tan escasamente viviendo él tan lejos –ahora tan lejos-
en Santiago de las Vegas, ese pueblito donde nació en 1938 siendo
“nieto de Ramón el lector”, camino de Santiago por donde se le iba la
nostalgia en sus poemas rumberos y rumbeantes, versos percutientes de
músico popular estudioso, licenciado en derecho diplomático y fino
poeta conversacional, irónico y maldito como José Z. Tallet, a quien
le consagró la antología cimera soñada a sus 30 años.
Lo conocí en 1966. Todavía Helio no había cumplido 30 años. Y a mi me
faltaban siete para hacerlo. Fui a verlo una tarde a El caimán Barbudo,
en la redacción de Juventud Rebelde. Yo quería ser poeta y varios de
sus poemas, publicados en el polémica mensuario juvenil, en aquella
época fundacional, me habían conmovido por la sencillez, por ese
lenguaje de casi todas las calles. Supuse que me comprendería. Me le
acerqué y le dejé varios de mis versos aprendices. Se había
comprometido a leer mis torpezas. Y una semana después dejó su
criterio con Silvia Freire, la secretaria de Redacción. En papel
gaceta, manuscrita a lápiz, la carta trasuntaba magnanimidad, cercanía.
¿Debo reproducirla? Si lo hago es para su honra póstuma. Le agradecí
siempre su estímulo. Y una vez la publiqué en Juventud Rebelde, en una
crónica que no hablaba de su futura muerte, sino de su fecunda
existencia. “Hay momentos en los poemas que casi tocan la poesía, pero
las caídas son muy visibles luego. (...) El poeta tiene que ser
creador. No puede escribir por la voz de nadie, aunque ese nadie se
llame César Vallejo. (...) Ahora bien creo que tienes sensibilidad,
amor a la poesía y fuerza vital. Debes aprender a utilizarlas mejor.”
¿Cómo fue posible que Helio, ya entre las voces prominentes de aquella
generación insurgente que en el Caimán Barbudo entonces lideraba,
desde un extremo, Jesús Díaz, luego tan veleidoso, pudo expresar una
crítica severa sin negarme la posibilidad de algún día llegar a
escribir un poema decente. Helio Orovio había salvado de la dispersión
y la inseguridad mi vocación literaria. Amarillenta, conservo esta
carta entre mis papeles más queridos.
Helio Orovio era, sobre todo, una buena persona. Su mejor epitafio
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