Motivos del Son
Conjunto sonero mexicano |
Por. Alvaro Alcántara
Publicado en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social
Unidad Golfo. Xalapa, Veracruz, México.
La documentación disponible sobre las diversiones públicas durante el periodo colonial sólo empieza a ser abundante a partir segunda mitad del siglo XVIII. Esta profusión de testimonios generó de la idea, más o menos aceptada, de que el periodo mencionado, se caracterizó por un relajamiento de costumbres en todos los niveles de la sociedad, contrastando con la monotonía y austeridad exterior de la vida social experimentada en el siglo XVII (1). Un factor que contribuyó en mucho a generar esta impresión lo constituyó el alto índice de sones que fueron denunciados por deshonestos y contrarios a la moral cristiana, ante al Santo Oficio de la Inquisición. Los documentos existentes en el Archivo general de la Nación mencionan entre el periodo que va de 1766 a 1819, 43 bailes distintos (2) de los cuales buena parte de ellos tuvieron su escenario en Veracruz.(3)
En mayo de 1779, el inquisidor de Veracruz don José María Lazo de la Vega tuvo noticia de un baile llamado Zacamandú, “muy deshonesto” e introducido al puerto de Veracruz por un negro de La Habana que estuvo forzado en el castillo de San Juan de Ulua.(4) Años más tarde, en 1803, el cura de Cosamaloapan hacía relación al Santo Oficio de oírse entre la gente plebeya de la cuidad y los pueblos comarcanos un son llamado El Torito (también denominado Toro Viejo o Toro Nuevo), deducido del antiquísimo tango. La denuncia incluía la descripción del baile y gracias a ella hemos podido enterarnos de su coreografía: «Baílase el tentable torito entre un hombre y una mujer: ésta regularmente es la que sigue él además de torear, como el hombre de embestir: la mujer provoca y el hombre desordena: el hombre todo se vuelve cuernos para embestir a la toreadora y la mujer toda se desconcierta si se vuelve banderilla para irritar al toro en los movimientos de torear y en los de embestir unos y otros mutuamente se combaten, y ambos torean y embisten a los espectadores que siendo por lo común personas tan libertinas, fomentan con gritos y dichos la desenvoltura y la liviandad de los bailadores». (5)
De la forma de bailarse o de las coplas que se cantaban en el Zacamandú nada sabemos. De lo que sí nos podemos percatar es que, “curiosamente”, la descripción hecha hace doscientos años del Torito coincide con la manera en que actualmente se baila el son del Toro Zacamandú en los fandangos jarochos del Sotavento. El proceso que condujo a estos bailes a convertirse en uno sólo nos es desconocido. Podemos inferir que una probable alusión a la actividad ganadera, los hizo coincidir, con el paso del tiempo, en un mismo baile.
Hoy en día, el Toro Zacamandú es uno de los sones que más se escucha en el fandango veracruzano. Muchas anécdotas y creencias han quedado registradas en sus versos, pero también han quedado marcadas, como huellas perennes, algunas implicaciones más profundas en esta curiosa historia en que “el hombre embiste y la mujer torea”, mientras que al rededor de la tarima se escucha a algún jaranero cantar:
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En la hacienda del horcón hay una vaca ligera que dicen que regala don José Julián Rivera.
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El estudio de las costumbres, de las creencias, de los dichos, de las actitudes, de eso que se ha dado en llamar “cultura popular”, ha obligado a los historiadores a ver en el folclor algo más que un anecdotario de cosas simpáticas, excéntricas y arcaicas. Siendo como es la cultura popular predominantemente oral, el historiador se enfrenta ante el reto de echar mano de fuentes doblemente indirectas: en tanto que escritas (y eventualmente de hallazgos arqueológicos), como “filtradas y deformadas” por individuos más o menos vinculados con la cultura dominante (6) Antonio Gramsci apuntaba que el Folclor debía estudiarse como «concepción del mundo y de la vida, en gran medida implícita de diversos estratos (determinados en el tiempo y el espacio) de la sociedad en contraposición con las concepciones del mundo oficiales»(7) y en este tenor los estudiosos de la cultura popular han encontrado en las recopilaciones hechas por los folcloristas y los etnomusicólogos, pero también en los archivos inquisitoriales o en la poesía popular, materiales de indudable valor que sirven como elementos centrales en la conformación del relato histórico.
Pero precisamente el acercamiento a este tipo de materiales desde la óptica de la historia, obliga al investigador a desarrollar un ejercicio de desciframiento y contextualización sobre cada uno de los materiales, en el intento de proveer de significación a los ritos, los mitos, las ceremonias, la danzas, etc., que se han propuesto estudiar. El historiador ha de desarrollar una hermenéutica del texto, una lectura densa ( en el sentido mencionado por Geertz) del material folclórico, poniendo atención en lo que marginal, lo insignificante, en lo inconsciente para poder acceder al nivel de las representaciones; concibiendo a cada hecho social como símbolo con dos o más significados(8) susceptibles de ser interpretados.
Para poder desentrañar y leer esa significación oculta, E.P. Thompson sugiere que los datos dejen de ser considerados como fragmentos de folclor, como reliquias y sean colocados en su contexto social. Lo cual implica, como condición primera, dar cuenta del sentido manifiesto del dato; sentido que le permitirá al historiador, establecer las conexiones entre su presente y aquel futuro — pasado que poco a poco se empieza a construir. En este sentido, el oficio del historiador puede ser entendido como aquel que reconfigura la memoria y el tiempo humano, en su propio discurso, en su propia experiencia; el historiador es, pues, el que trabaja con aquellos que han podido regresar del mundo de los muertos, el que registra sus recuerdos y sus ausencias.
Para ese fin es necesario formular nuevas preguntas al material analizado, analizarlo con ojos rejuvenecidos, plantearse problemas nuevos; y observar, en el documento aquellas, contradicciones, desviaciones, omisiones o repeticiones que den cuenta de aquellos que en la historia hablaron por silencios.
III
Los trabajos que en México se han encargado de reunir las diversas manifestaciones del son jarocho (9) adolecen de un estudio sistemático que intente ir más allá de la simple descripción —y en el mejor de los casos están señalados, para dar fundamento a la tradición de la región sotaventina, para mostrar la esencia inmutable de un pueblo.
Ciertamente hay que reconocer que superar la mera descripción en lo referente a la forma de los bailes, los temas de los sones, las advocaciones o las raíces del fandango es bastante complicado: la documentación es escasa y la tradición oral que ha sufrido transformaciones notables —la última de ellas y quizá la más decisiva, ocurrida entre los años cuarentas y setentas— complican aún más el panorama.
Este trabajo no se propone desentrañar las raíces profundas de algunos sones que integran el repertorio del son jarocho, sino que intenta ser un primer acercamiento a los motivos, las creencias y las prácticas sociales, vertidos en la versada jarocha; que vinculan a esta historia musical con una historia social de más largo aliento, así como dejar planteadas algunas de las exigencias de la problemática del estudio de la cultura popular del sur de Veracruz, con la intención de ser desarrolladas en próximos trabajos.
Entiendo por imaginario social una serie de conceptos y valores (concientes e inconscientes) que en mayor o menor medida son comunes a un conglomerado social y que posibilitan a cada individuo construir una relación causa efecto de los acontecimientos del mundo que los rodea.
La primera mención de la que se tiene noticia del son jarocho es del año 1695 en una acusación contra unos mulatos de San Juan Michapa (10) por saber conjuros y cantar sones jarochos. (11) Pero el que sean mulatos cercanos a la cuenca del río San Juan los vincula con el primer testimonio a esta expresión musical sotaventina no es casual. El término jarocho fue utilizado, en un primer momento, de forma despectiva para designar a las diversas castas con predominio africano, que se desempeñaban en la caza y conducción del ganado; labor que desempeñaban auxiliándose de varas punteadas, las jaras, con las que picaban al ganado, de donde les viene el nombre de Jarochos.
La llegada del contingente africano a la Nueva España se experimentó con gran intensidad entre los años 1595 y 1640, en el caso de Veracruz, y más en concreto en el sur de Veracruz estuvo vinculada con el trabajo de vaqueros en las haciendas ganaderas de la región. Pero hay que cuidarse de pensar que en la etapa colonial Veracruz estuvo plagado de población africana. Si bien es cierto que hacia el norte de Sotavento, el fenómeno del cimarronaje (esclavos que huían de las haciendas azucareras del valle de Córdoba y Orizaba) se había incrementado, al grado de formar poblaciones (palenques, quilombos, mocambos) con nombres africanos como Mandinga, Matamba, Mozambique, Angola, Cerro Congo, Lizamba o Yanga, hacia el sur se observa que ya desde finales del siglo XVII y durante el siglo XVIII es una modesta población africana (12) que contrastaba con el gran número de afromestizos que viven en la región, que al convertirse muy pronto en mano de obra barata y dependientes económicamente del hacendado, hicieron inútil la importación masiva de africanos que eran muy caros y ofrecía siempre el riesgo de muerte prematura o de su huída hacia la sabana y la sierra.
Fueron estos afromestizos, mejor conocidos como pardos y mulatos quienes trabajaron en las haciendas ganaderas que se extendieron entre las márgenes del río Tonalá en el actual estado de tabasco y el río del Papaloapan: La Estanzuela, Nopalapa, Uluapa, Solquautla, Cuatotolapan, santa Catarina, santo Tomás, El Zapotal y Corral Nuevo, siendo este contingente mestizo, el actor principal de la vida social de la región.
Así la hacienda ganadera marcó el pulso de la vida social de las comunidades indias y afromestizas del sur de Veracruz, en algunos casos desapareciendo comunidades indias, en otros refundando pueblos abandonados con población mestiza; y en las más de las veces, obteniendo de las comunidades mano de obra esclavizadas por deudas, que trabajaba para los hacendados en el transcurso de generaciones. De aquella problemática social han llegado testimonios de los litigios por la tierra, por la posesión de ríos y de bosques que las comunidades sostuvieron con las haciendas ganaderas como fue el caso de Minzapan, pajapan, Acayucan, Chacalapa, Acayucan, Ixhuatlan y Moloacan, por mencionar solo algunas.
Pero en medio de esa tensión, la hacienda ganadera también fue un espacio de intercambio social —lo que no significa de ningún modo pacífica o no violento— sobre el cual se configuró la cultura jarocha. Cuando se estudia la hacienda ganadera, superando el criterio estrictamente económico, ampliando los horizontes de la investigación, se ve emerger un alto grado de agitación social y de intercambio cultural desarrollados en los espacios de vida y, es entonces, cuando el aspecto económico y productivo de la hacienda (tan estudiado en México) se combina con el ámbito social-cultural que generó en el caso del sureste veracruzano formas y estilos de vida con sus mercados y ferias, corridas de toros, cancioneros, dichos y refranes, creencias, mitologías, fandangos, tonadas y vestimentas.
Por eso cuando uno acerca la mirada a la vida social generada en torno a la hacienda, observa cómo la parte ritual, mágica o sobrenatural de la vida permean el que hacer ganadero. Se ve así a aparecer a vaqueros que invocan al pájaro carpintero para encontrar al ganado; a mulatos que en compañía de indígenas participan de un ritual de iniciación de un recién nacido, quemando copal y ofrendándolo en los cuatro puntos cardinales de un corral, o la creencia de vaqueros que tienen pacto con el demonio para poder capturar mayor número de reses.
Y es que el trato con lo sobrenatural o con lo muy terrenal estuvo presente en toda la historia colonial de Veracruz, y las prácticas sagradas de los africanos y de los indios fueron muy socorridas y no perdieron vigencia ni efectividad, a pesar del celo de las políticas virreinales. Así, la distinción entre magia blanca y magia negra fue una distinción introducida por los europeos y a los que tanto negros como indios eran ajenos. Y esto no significa que éstos no estuvieran claros de que ciertas prácticas podía perjudicar o beneficiar a un individuo. Para unos y otros la magia y la medicina, tanto en su manera de operar como en su conceptualización son esencialmente ambivalentes; al tiempo que acarrean bienestar y seguridad al paciente, a menudo inflingen grave daño a un tercero. (13) Por tanto, no resulta casual, ver vinculada la expresión musical —que en un primer momento forma parte del sacrificio a la divinidad— (14) con el ritual, la magia, la hechicería o la brujería —es decir, con aquello que los inquisidores designaba con tales términos. Sería necesario ver en qué medida los documentos conservados en el Archivo General de la Nación pueden ilustrarnos sobre la manera en que los propios inculpados designaban aquello que se les imputaba.
El estudio del fandango jarocho ha descuidado el aspecto ritual de la fiesta
que, por estar tan diluido en nuestros días, dificulta el considerar que alguna
vez existió, vinculado a ritos agrarios, a experiencias extáticas referencias al
contacto de lo humano con lo sagrado, como se alcanza a entrever por los temas
de sones como el Pájaro carpintero, El Cascabel o Los Enanitos. Por lo pronto,
esa parte mítico-mágica indígena se hace presente a través de los chalecos y
naguales, en los encantos —donde el tiempo se arrastra lastimeros para casi no
avanzar—, o en Homshuk, niño dios del maíz que con su jarana primera o mosquito
hace enojar al dios yaro. La aportación africana (muy difícil de documentar) y
la española merecen ser estudiadas.
V
En una recopilación de la versada de El Vale Bejarano(15) publicada en 1979 y reconstruida por gente que convivió con él en los últimos años de su vida, se menciona el nombre de Don José Julián Rivera, ganadero de la región de Alvarado de quien se cuenta descubrió una noche, gracias a la intervención de un amigo, que su mujer era una bruja que por las noches se quitaba la piel y salía volando al Puerto de Veracruz. Al descubrir a tan maligna mujer, el marido optó por esparcir sal en la piel que la bruja había dejado, al iniciar su vuelo nocturno; la misma que al regresar de sus correrías nocturnas y vestirse de nuevo con aquella piel humana empezó a producirle tal ardor que la mujer empezó a gritar, revolcándose del dolor. El marido entonces, intentó aprovechar ese momento para matarla, pero la presunta bruja, logró transformarse en vaca, perdiéndose entre las demás reses del ganado.(16) Por eso contaba el Vale Bejarano, se le empezó a cantar José Julian Rivera dos coplas que hoy forman parte de la versada clásica del son del Toro Zacamandú:
En la Hacienda del horcón Hay una vaca ligera Que dice que la regala Don José Julián Rivera
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Una mujer se hizo vaca por ver si me revolcaba Y yo de verla tan flaca desde lejos la toreaba
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La historia oral recabada en este “anecdotario poético del Vale Bejarano ha conservado y plasmado en el son jarocho la creencia en estas prácticas mágicas o hechiceriles de las que hemos hecho alusión anteriormente, tan vivas en la Colonia y en la que indios y afromestizos fueron actores principales, identificados como brujos, hechiceros, curanderos, adivinos y/o supersticiosos.
Pero la definición del término bruja era ambiguo en tiempos de la colonia (17), pues englobaba, según el juicio de los eclesiásticos, una serie de actividades (hasta cierto punto cotidianas) y socialmente aceptadas por quienes la utilizaban o practicaban y con un pervivencia histórica importante tanto para indios como para africanos) que iban desde las curanderas tradicionales hasta maléficas mujeres que tenían pacto con el demonio; desde aquellas que leían la mano y predecían el futuro o las que preparaban pócimas de amor y/o provocaban impotencia sexual. Poco importaba si el trabajo de estas personas estuviera orientado, según los denunciantes a curar alguna enfermedad o a producirla; lo que interesaba a los inquisidores era la mayor o menor desviación a la ortodoxia de la práctica religiosa cristiana.
Y es que no hay que olvidar que cuando nos enfrentamos ante términos que implican un juicio de valor (en este caso vinculados a Dios —personificación del bien supremo, y al diablo— personificación de la maldad) ha de considerarse la posición social y el utillaje mental de quien juzga. Como bien lo señaló Sigmund Freud(18): «Cuando un pueblo es vencido por otro, inmediatamente sus dioses pasan a ser la personificación del mal, y el pueblo conquistador intenta desterrarlos del cuerpo de creencias de la gente, imponiendo su propio panteón de dioses». Este señalamiento, resulta importante, en tanto nos remite al interés por interpretar cada uno de los actos que son juzgados, dentro del contexto de los enjuiciados y no sólo de los que enjuicia. Es decir, en el caso concreto de la Nueva España, es muy probable que tras la designación de lo maligno y lo diabólico utilizada por los españoles, estén latentes, en las prácticas denunciadas como hechiceriles supersticiosas o maléficas por parte de indios, africanos o afromestizos, creencias más antiguas vinculadas a deidades precristianas o a ritos, actitudes y comportamientos más o menos, contaminados que puedan dar idea de la cultura de los pueblos que participaron en la aventura civilizatoria generada por la conquista de América.
Cuando los españoles llegaron a tierras americanas estaban obsesionados por descubrir todo lo diabólico que hubiera y desterrarlo. Y es que personajes tan importantes como el obispo Zumárraga y Fray Andrés de Olmos habían intervenido, antes de llegar a la Nueva España, en la persecución de brujas de Vizcaya y Navarra.(19) Así que cuando en nuestra historia vemos aparecer la alusión a brujas que abandonan la piel humana y que vuelan por las noches, vale la pena preguntarse ¿hasta que punto fueron ideas transplantadas de Europa a América, como producto de la intensa cacería de brujas ocurrida en Europa entre los siglos XIV y XVII?, además de cuestionarse ¿qué posibilitó su inserción en el imaginario social de los habitantes de la Nueva España?(20) ¿Qué manifestaciones adquirieron estas representaciones sociales?
En uno de sus últimos libros, Historia Nocturna, Carlo Ginzburg analiza las reuniones que por las noches realizaban las brujas con el objeto de adorar al diablo (Aquelarre). En este trabajo, Ginzburg se plantea dos propósitos: en primer lugar, cómo y por qué se cristalizó la imagen del Aquelarre, y, en segundo, qué era lo que se escondía tras de tal imagen.(21) Ginzburg llega a la conclusión de que entre mediados del siglo XV y principios de XVI se cristaliza tras el estereotipo del Aquelarre (en un primer momento en el Arco Alpino y en la llanura Padana —Europa—) temas antiquísimos de la cultura popular de Europa y Asia: el viaje extático de los vivos cabía el mundo de los muertos, el vuelo nocturno y metamorfosis animal, unidos por un tema que liga una gran cantidad de mitos del área señalada: ir del más allá, volver del más allá. (22)
Esa es la imagen estereotípica que nos ha llegado a través de la cultura oral impresa en la versada del son, y que vemos presente en todo el Sotavento. Pero también esta creencia en brujas que vuelan por las noches, dejaron testimonios documentales que podemos rastrear en la Nueva España. La mestiza Leonor de Villareal, las hermanas castizas Ynes de García e Isabel Aguilar fueron acusadas de reunirse por las noches para besarle el culo a un macho cabrío, mientras que sus hijos y sobrinos salían volando en forma de gansos hasta el cementerio donde visitaban a su difunta madre, abuela y notable bruja.(23) O el caso de Leonor de Villareal que sale volando en forma de Papagayo, después de haberse untado el cuerpo con ciertas sustancias especiales.(24)
En el caso de Veracruz, las fuentes documentales mencionan la existencia de estas mujeres que conocían y utilizaban la hechicería y la magia; como las maléfica Pascuazas, acusadas de hechizas a Lorenzo Chospin en 1759 (25); las mulatas Ana y Catalina de la Cerda por usar hierbas en 1624 para brujería en la región del Coatzacoalcos;(26) María González por hechicera y calumniar a otras mujeres(27); o aquella Leonor Islas, famosa mulata de Veracruz y hechicera provisional que cobraba por sus servicios y por enseñar su arte.(28)
Si bien es cierto que al presencia del diablo es bastante relativa, aunque bien presente en pactos con el demonio que fundamentalmente realizan esclavos para escapar a su situación oprimida, o que la imagen del Aquelarre fuese o no transportada a América, no descalifica a prior estas creencias, como lo hace Solange Alberro, llamándolas “fantasías que remedan los arquetipos desarrollados con mayor lustre y barroquismo en la Europa de aproximadamente la misma época."(29) La existencia de este tipo de material, al igual que los referente a las adivinaciones, a las prácticas hechiceriles, o las curaciones requieren de un tratamiento más intensivo. «Reconozco —anota E.P. Thompson— que es preciso hacer más justicia al simbolismo de la magia popular, la mitología de la brujería — el vuelo nocturno, la oscuridad, la metamorfosis en animales, la sexualidad femenina— nos dice algo sobre la escala de valores de la sociedad que creían en ella, sobre los límites que se querían mantener, sobre el comportamiento instintivo que se creía deber reprimir.» (30)
Es cierto que el proceso europeo fue distinto al americano pero acaso ¿no fue Europa uno de los abrevaderos para la invención de América y para la conformación de la cultura mestiza? En Mesoamérica también se encuentran transformaciones en animal, anuales y viajes extáticos,(31) así como la creencia bien arraigada sobre la existencia de personajes que establecen contacto con fuerzas sobrenaturales y suprahumanas, que pueden comunicarse con sus respectivas divinidades. Es la efectividad de las creencias y su relación con las conductas humanas, no precisamente su mayor o menor originalidad.(32) En correspondencia con el interés antes señalado, no quisiera concluir este trabajo sin dejar de señalar algunas de las conexiones que se han hecho evidentes durante el transcurso de mis indagaciones y, que en caso de ser estudiadas podrían contribuir de manera decisiva al estudio de la cultura popular del sur de Veracruz.
a) La creencia de pactos con el demonio está presente, no sólo en las referidas brujas, sino también en la actividad ganadera. En aquel proceso contra Juan de Alanís, vaquero de la Hacienda de Tancochapa y acusado de hechicería, a que se le atribuía la fuerza necesaria para derribar de un solo golpe, a vacas y toros, al tiempo que la destreza que tenía como jinete era producto de su pacto diabólico.(33)
b) Vinculado a los vuelos nocturnos en formas de animales tanto en hombres como en mujeres se ha señalado el uso de ungüentos o de grasas de animales. Entre estas, la del sapo, juega un papel importante. En el proceso ya mencionado seguido contra las Pascuazas, se menciona el uso de polvo del sapo, para producir fuertes dolores de espalda. A la negra Juana Rodríguez de Querétaro se le denuncia porque le procuró la muerte a su yerno valiéndose de un sapo.(34) De igual forma, lo viejos jaraneros piensan que si se guarda un sapo en la bolsa izquierda del pantalón, esto provoca que las cuerdas de la jarana de algún contrincante se rompan.
Todavía hoy en la región de los Tuxtlas, famoso por ser tierras de brujos, el sapo juega un papel importante en los trabajos mágicos, lo mismo usándose para conseguir amor o para producir la muerte.(35) Indudablemente falta investigar la relación que guarda el uso de sapo en los rituales mágicos, con el hecho de que se haya recubierto en las secreciones de la piel del sapo, la bufotenina, una sustancia con potencialidades psicotrópicas.(36)
VII
Hasta ahora hemos señalado las posibilidades que existen de utilizar las documentaciones del folclor para aguzar la vista hacia la cultura popular generada en el sur de Veracruz. La versada se nos presenta como un mirador desde el que, si se observa con detalle, podrán distinguirse las veredas que conducen al desciframiento de las representaciones sociales. Pero también parece que una lectura más atenta de estas fuentes documentales, relativizan esa visión con la que se inició este capítulo, que vincula el periodo de las reformas borbónicas con un relajamiento social extensible a todas las capas de la sociedad. Amén de que se dé en la Nueva España una explosión desenfrenada de la moral y, en concreto, de la música y los bailes de fines del siglo XVIII que, como se ha dicho, nada perdona; donde no hay costumbre, no hay símbolo, no hay misterio, ni ceremonia que escape a sus regocijos impíos,(37) hay que considerar también la consolidación de la cultura popular, de una población que empezó a repuntar demográficamente a principios de siglo, al mismo tiempo que los productos culturales del mestizaje experimentado durante el s. XVII y principios del XVIII empezaron a mostrarse. Por otro lado, no hay que olvidar que la postura asumida por los administradores Borbones en el ámbito de la fe, fue un tanto distinta a la observada por los Austrias, quienes parecen haberse dedicado más a observar y tolerar, que a gobernar. Aquellos intentaron censurar las formas de religiosidad popular que tergiversaban el canon institucional de la iglesia; de distinguir, para poder combatirla, a la superstición de la fe auténtica; de reglamentar aquellas manifestaciones en que la inventiva popular amenazaba con echar abajo los cimientos del orden colonial; perfilándose detrás de estos intentos ilustrados, los esfuerzos de una burguesía por diferenciar sus creencias, prácticas y valores de los del pueblo, para así crear una visión propia.(38)
La tesis de Juan Pedro Viqueira Albán sobre las diversiones públicas en la ciudad de México durante el llamado siglo de las luces, en la que se “rechaza la idea de que el relajamiento de arriba hacia debajo a lo largo de la sociedad novohispana”, y se propone mejor, pensar en «la existencia de dos corrientes de cambio: por un lado, un afrancesamiento de los estratos superiores y, por otro, una restructuración-afianzamiento de una cultura popular urbana, provocada por el crecimiento de la población y por las transformaciones económicas que se sucedieron en ese siglo y que merecen ser estudiadas».(39)
Cuando se pone atención en observar las respuestas de los músicos que son denuncias por tocar sones y bailes deshonestos y lascivos en el puerto de Veracruz en el año de 1779, esta visión tan relajada cede a una más mesurada.(40) Y algo similar ocurre cuando observamos el interés, de algunos inquisidores por diferenciar la superstición de la hechicería; la efectiva presencia del mal de las fantasías creadas por la gente inculta e ignorante. Eso le ocurre a Juan Luis, mulatos que acusado originalmente de hechicero y curandero ante el Santo Oficio fue condenado a ser azotado en la plaza pública por charlatán y supersticioso.(41)
Pero estos comentarios no intentan probar nada. Su intención es la de señalar la necesidad de observar a estos documentos y testimonios sobre sones y bailes prohibidos de los que tanto se ha escrito, con nuevas preguntas y desde otras perspectivas.
Parece ocurrir, entonces, a partir de 1750, aproximadamente, una combinación de procesos: por un lado el afianzamiento de una cultura popular y, por otra parte, el intento de la clase de élite por marcar diferencias precisas que la distanciaran en cada uno de los aspectos de la vida social, desde las diversiones hasta su religiosidad. Podemos hablar, no sin precaución, que la distinción entre lo alto y lo bajo de la sociedad colonial se gestó de nuevo, en las postrimerías del XVII y principio del XVIII ( y decimos de nuevo, porque si bien existió, desde los primeros tiempos de la conquista una distinción estamental basada en un sistema de castas entre el europeo y los otros, el alto grado de mestizaje experimentado desde finales del XVI, hizo inservible esta tipología racial y fue preciso establecer barreras sociales más efectivas); alto europeo que estaba relacionado al incipiente capitalismo, a la burguesía, a la razón ilustrada y a la incipiente, y lo bajo en lo que lo negro, español e indio se habían fusionado en una licuadora histórica (como lo fue el siglo XVII) generando una cultura que empezó en la época borbónica a hacer saltar por los aires, el esclereotismo de una sociedad española gastada por la historia.
Con esa cultura barroca jarocha, las clases bajas se ríen y se burlan de las
grandes contradicciones del sistema opresor, de su doble moral. El baile del
chuchumbé surge originalmente como una mofa que hacía evidente uno de los tantos
pecadillos de frailes y curas
(42)
… sus queridos sobrinos y sobrinas.
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En la esquina está parado Un fraile de la Merced Con los hábitos alzados Enseñando el chuchumbé
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Esa vieja santularia del barrio de San Francisco Toma el padre, daca el padre Y es el padre de sus hijos
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Algo similar ocurre con la denuncia que hace el anónimo «diablo observador» del «Solemne funeral del difunto Medellín»(43) y de la «Resurrección de Medellín» que era una sátira a las diversiones de los oficiales del ejército español, así como a las corruptelas e inmoralidades de los miembros de la principales familias del puerto de Veracruz. Por medio del pasquín, la danza, magia o de la fiesta el pueblo ejerce su contrateatro y ocupa el escenario de la calle como un mercado, utilizando el simbolismo del ridículo y la protesta.(44) Los inquisidores y la autoridad española sabían muy bien que por más celo que pusieran en la observancia de las buenas costumbres, este marasmo de actitudes populares, poco preocupadas por el descanso eterno del alma, era superior a sus fuerzas. En una contestación al Santo Oficio fecha en 1779, el cura de Pachuca que intentaba poner freno al baile conocido como pan de jarabe, acepta el poco efecto que causará la prohibición de ciertos bailes, pero que ellos (los inquisidores) es lo más que pueden hacer: “Considero el que aunque VSI mande publicar nominadamente estos sones con las penas correspondientes, no se quitarán del todo; pero servirá de mucho freno a las personas que lo patrocinan, el ver las diligencias que este Santo Tribunal practica para extinguirlos.”(45)
El seis de diciembre de 1768, Miguel Francisco de Herrera denunció a la inquisición, la introducción, el mayor incremento y “el abuso de altares en casas particulares y cuarteles, de cruces, de rosarios, nacimientos, dolorosas y otros santos, con multitud de velas y cera y música atractiva de congregar mujeres y hombres a mucha indecencia y en algunos, delante de sagradas imágenes, bailes y saraos que siguen siendo el pretexto de la devoción.” Pero ante los intentos de la autoridad civil y eclesiástica de socavar la cultura tradicional del pueblo, “supersticiosa y diabólica” en algunos casos y contrarios a toda moral, los estratos más bajos de la población continuaron, en mayor o menor medida reproduciendo sus visiones del mundo, en conductas y actitudes que poco tenían que ver con la lógica del europeo ilustrado.
En una circular del obispado de Oaxaca que en 1782 dirigió a las parroquias de Acayucan y Chinameca —en el sur de Veracruz, se pueden observar la pervivencia de las costumbres populares y también el intento de la iglesia por frenarlas: “ Y a todos en general, me veo en la triste necesidad de prevenir que tengo más que recelos (…) en el obispado, especialmente en las sierras, provincias montosas y retiradas en su apestada idolatría, supersticiones y maleficios, vanas observaciones y curanderos, ensalmaderos y diabólicos para cuyo remedio encargo a VSM en la entrañas de Jesucristo que celen con la mayor vigilancia la pureza de nuestra sagrada religión y que si tuvieran alguna denuncia o sospecha en estos puntos de algún indio, le formen sumaria, informen y den cuenta con ella al Provisorato para que proceda a la corrección y castigo.”(46)
Pero estos fandangos, saraos y expresiones poco ortodoxas de la religión cristiana no habían arrancado con las reformas bubónicas, aunque muy probablemente las preocupaciones de la iglesia y su renovada actitud hacia la cultura popular, coincidieron en su etapa de maduración. Como ya hemos visto, la primera mención al son jarocho, vinculada con “conjuros que saben mulatos e indios” proviene de 1695. Un poco más atrás en el tiempo, en 1629, encontramos presidiendo una ceremonia que los indios huastecos celebran en honor al dios Paya, a un guineocongolés de nombre Lucas Ololá, introduciendo la posesión entre los huastecos para hacer bajar a un dios orisha huasteco.(47)
En su estancia al Puerto de Veracruz hacia 1680, Tomas Gage habla maravillado de
la exhuberancia con que las esclavas africanas visten, superando en belleza y en
ocasiones en opulencia a sus dueñas europeas. El mismo viajero menciona el uso
para aquellas épocas de guitarrillas en los conventos del Puerto de Veracruz con
los cuales se interpreta música profana.
Son datos aislados, de acuerdo, pero no por eso pierden efectividad para iluminar, como por destellos, un periodo del cual se conoce muy poco. Porque desgraciadamente la información sobre las costumbres y las creencias y prácticas de la gente del XVII no son ni con mucho cercanas a la riqueza documental que existen para la segunda mitad del XVIII, aunque un acercamiento renovado al documento histórico, por indicios, reconstruyendo huellas, husmeando olores, persiguiendo a la memoria por aquellos intersticios de aparente insignificancia, nos ayude a superar lo fragmentario y escaso de la información.
Notas
1.- Juan Pedro Viqueira Albán,. ¿Relajados o reprimidos? FCE, México, 1995., p. 16
4.- AGN. Inquisición Vol. 1178.
5.- AGN. Inquisición. T. 1410. F. 95-96.
7.- Antonio Gramsci. Observaciones sobre el Folclor. (desconozco el libro de donde fue tomado).
8.- Entendemos por símbolo (siguiendo a Paul Ricoeur,): «Expresiones lingüísticas de doble sentido que requieren una interpretación y la interpretación, un trabajo de comprensión que se propone descifrar símbolos». «Hay símbolos cuando el lenguaje produce símbolos de grado compuesto done el sentido, no conforme designar una cosa, designa otro sentido que no podía alcanzarse sino a través de su enfoque o intención». Paul Ricoeur. Freud una interpretación de la cultura. S. XXI Editores.
11.- Antonio García de León. La isla de los tres mundos.. En La jornada semanal, 24 de Marzo de 1991
13.- Gonzalo Aguirre Beltrán, Obra Antropológica XVI, CIESAS-FCE, México, 1994, p.116.
17.- «La hechicería, el maleficio, el embuste supersticioso son denominaciones que recibe por tales años la magia negra; forma de actividad que manipulaba las fuerzas de la naturaleza con fines aviesos, encaminadas a destruir el orden establecido por la conquista y la esclavitud.» Gonzalo Aguirre Beltrán, Op Cit, p. 117.
19.- Alfredo López Austin, Tres recetas para un aprendiz de mago, Revista Horasca, num. 47, p. 21.
21.- Carlo Ginzburg, Historia nocturna, Muchnik editores, Barcelona, 1992, p. 90.
22.- Carlo Ginzburg, Op Cit, p. 227.
23.- Solange Alberro, Inquisición y sociedad en México 1571-1700, FCE, México, 1993, p. 305.
24.- AGN, Inquisición, Vol. 278
25.- AGN, Inquisición, Vol. 1003.
26.- AGN, Inquisición, Vol. 354, exp.12-13.
27.- AGN, Inquisición, Vol. 407.
28.- AGN, Inquisición, Vol. 341.
29.- Solange Alberro, Op Cit, p. 305.
30.- E.P Thompson. Historia y antropología social, Instituto Mora, México, 1994, p. 63.
31.- Alfredo López Austin, Op Cit, p. 36.
33.- AGN, Inquisición, Vol. 354, exp. 15
34.- Solange Alberro, Op Cit, p. 465.
35.- Marcela Olavarrieta, Magia en los Tuxtlas, Veracruz, INI, México, 1974, p.117, 143.
36.- Carlo Ginzburg, Op Cit, p. 226.
38.- Juan Pedro Viqueira Alban. Relajados o reprimidos, p.153.
40.- «- Fuele dicho que en el Santo Oficio hay una relación de que el día veinte de enero del presenta año en un fandango que se hizo en la casa del Callejón que llaman de la Campana se tocó el son que se dice Pan de manteca y que una de las dos parejas un hombre y una mujer que lo bailaban, se notó que lo bailaron con movimientos deshonestos, al cual bailes se hallo presente el declarante y así por dios nuestro señor… recorra su memoria y diga la verdad de lo que acontece.
41.- AGN, Inquisición, Vol. 1111.
43.- AGN, Inquisición, Vol. 1126.
44.- E.P. Thompson, Op Cit, P. 64.
45.- AGN, Inquisición, T. 1297, f. 16.
46.- Alfredo Delgado Calderón. Los nahuas del sur del Veracruz, Texto inédito,p. 39.
47.- Gonzalo Aguirre Beltrán, Op Cit, p. 107.
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