Eddie Palmieri dice que no hay que llamarlo un regreso
Por Carina del Valle Schorske
17 de noviembre de 2024
Tomado del New Yorker
Versión libre al español de Israel Sánchez-Coll
San Juan, Puerto Rico
Palmieri invita al público del Blue Note a aplaudir en clave de son: 1-2-3 / 1-2. Fotografías de David Dee Delgado para The New Yorker
En una noche fría de la pasada primavera, una larga fila ante el Club Blue Note, de Nueva York, se extendía a lo largo de toda la manzana, provocando una escena suficiente como para que un joven se detuviera a preguntar: «¿A quién están presentando aquí?». Una mujer con un abrigo de piel cerca de la entrada le gritó: «¡Es Eddie Palmieri!». «¡Ah, Eddie Palmieri!», replicó el transeúnte, “¡Con razón!”. El pianista y director de orquesta nuyorican, de ochenta y siete años, es un habitante fijo de la vida nocturna de la ciudad desde los años cincuenta. Los críticos le han llamado «nuestro Beethoven» y «el arquitecto de la salsa progresiva». No obstante, para sus colegas músicos, es El Rumbero del Piano, el Maestro y el Monje Latino (como Thelonious). Eddie II, mánager de Palmieri y su único hijo, lo explica más claramente: «Mi padre es el cabrón número uno». Hoy en día, Palmieri suele describirse a sí mismo como «el último de los mohicanos», ya que él ha sobrevivido comparado a muchos de sus compañeros de vida.
En 2023, Palmieri tuvo que ser hospitalizado por problemas respiratorios, y sus médicos le advirtieron que no debía de salir de gira, por su salud. Este concierto, uno de los varios programados con entradas agotadas en el Blue Note, parecía una especie de resurrección, yo me sentí afortunada de poder colarme entre la multitud. Cuando Palmieri ocupó su lugar al piano, se quejó de que su micrófono estaba demasiado bajo ─«¿Tenemos un ingeniero, sí o no?»─, [gritó] su voz fue un estruendo, el cual tomó fácilmente el control de la sala. “Está bien”, dijo. “Entonces, te saludaré con música”. Empezó a tocar. Después de unos minutos, reconocí el preludio de “Adoración”, uno de sus temas más famosos. En 1975, el erudito Robert Farris Thompson describió el solo de la apertura como un “rock de vanguardia, a lo de Debussy, John Cage y Chopin”; ahora evocaba pájaros trazando figuras en un lago oscuro. Entonces, Palmieri rompió el hechizo al gritar para dar paso a su ritmo y su banda entró rugiendo. No había cantante en el escenario, por lo que el trombón asumió el papel de la voz, y la letra faltante comenzó a parecer como una oda a la música misma: cuando estoy triste y destrozado / me das aliento, corazón, me has entendido. Más tarde, el bongosero Orlando Vega cogió su cencerro para una improvisación, pero Palmieri no pudo resistirse al proponerle un dúo, entonces reflejando el patrón del cencerro, lo acompaño con duros acordes de dos notas en su piano. «¡Habla!», gritó alguien desde el público. «¡Habla que habla!
Entre los números, Palmieri lamentó la capacidad reducida del club (no había lugar adecuado para bailar), pero no permitió que sus oyentes se quedaran hundidos en sus asientos. Se levantó de su piano para hacernos aplaudir en son clave: 1-2-3 / 1-2. La mayoría del público dominaba este ritmo afrocaribeño fundamental, pero incluso los titubeos y los errores intensificaban la viveza del momento. En la interpretación de la música salsa, el virtuosismo no requiere un silencio reverencial. Para el escritor y crítico Juan Carlos Quintero Herencia, la música registra el bullicio de la cocina —«el estrépito de los platos, el silbido y el estallido del aceite caliente, la conversación frente a los fogones»— y la polifonía del mercado, con sus vendedores vociferantes. Su hábitat natural es el ruido.
El D.J. Christian Mártir me contó que recuerda haber visto a Palmieri en el 2005, en el barrio Humboldt Park de Chicago, donde había instalado su piano en la calle, «literalmente en el barrio, justo en División». Cuando Palmieri empezó a tocar, los vecinos bajaron de sus apartamentos y se agolparon alrededor del instrumento como si fuera un camión de helados. «Eddie llamaba a su gente», decía Mártir. El piano —a menudo una tecnología para producir modales de clase media— se convirtió en una especie de convocatoria democrática. «Era algo tan espiritual», continúa Mártir. «Era algo así como todo el mundo».
El director de orquesta conversa con el trompetista Brad Mason (izquierda) y el trombonista Jimmy Bosch (derecha).
La música latina está llena de directrices: «oye cómo va», “óyelo que te conviene”, “oye bien cómo es”. Escucha y escucha bien. Muchas de mis primeras lecciones de historia llegaron a través de los éxitos de la salsa sobre la resistencia indígena, el sistema de plantaciones y la crisis del Sida. Pero yo quería aprender de uno de los creadores originales de la música, así que pasé varios meses escuchando a Palmieri, en concierto en el Blue Note, en conversación en su cocina y en retrospectiva a través de su vasto catálogo de discos y entrevistas. Palmieri es nuestro eslabón más vital entre las generaciones del mambo y la salsa, un devoto de las tradiciones musicales afrocaribeñas y un visionario innovador en todos los géneros. Ha remezclado a los Beatles con cha-cha-chá, ha colaborado con el legendario dúo de productores Masters at Work y ha compuesto la banda sonora de «Doin' It in the Park», un documental sobre el baloncesto. Ha tocado en directo con todo el mundo, desde Carlos Santana al icono del jazz Donald Harrison, y temas clásicos de Palmieri como «Muñeca» o «Ay Qué Rico» siguen dominando las pistas de baile de las fiestas familiares puertorriqueñas o latinas.
Últimamente, Palmieri ha estado tan ocupado que su hija menor, Gabriela, le regaló una camiseta roja citando a LL Cool J: « NO LO LLAMES UN REGRESO». El 18 de julio, el defensor del pueblo de Nueva York proclamó el Día de Eddie Palmieri, en honor a una «leyenda viva y a un pionero», y él actuó en el Sony Hall para la ocasión. En septiembre, Palmieri ofreció varios conciertos gratuitos en el Boston Common y en Bryant Park. En octubre, el Jazz at Lincoln Center incluyó a Palmieri en su Salón de la Fama. Ha estado grabando nueva música con su banda, y en una reciente entrevista televisiva hizo un guiño a la posibilidad de una colaboración con Bad Bunny («¡Me encantan las zanahorias!»).
Palmieri puede ser descarado, pero también se considera un eterno estudiante. Su juguetón jam «Caminando» lanza una invitación abierta a unirse a esta educación colectiva: «a mi escuela yo te invito». La historia comienza, me dijo, con «el poderoso tambor» y las estructuras rítmicas africanas que dieron origen a innumerables géneros en toda América, desde el tango al ragtime. El Caribe ha sido durante mucho tiempo un archivo crucial de prácticas ancestrales y una encrucijada importante del intercambio musical moderno. (Jelly Roll Morton afirmó célebremente que el jazz no sería jazz sin su «tinte español»). En el siglo XX, Nueva York se convirtió en la capital de la música latina. Los desplazados por la guerra hispano-estadounidense y las intervenciones militares de Estados Unidos en Panamá y la República Dominicana convergieron en el circuito de clubes de Harlem y en la naciente industria discográfica. La familia de Palmieri estaba en primera fila.
Isabel Maldonado partió de Ponce en un barco de vapor en 1925, y Carlos Palmieri la siguió al año siguiente, llegando a Nueva York una generación antes de la ola migratoria puertorriqueña de mediados de siglo. Sus dos hijos nacieron en el Harlem Hispano: Charlie en 1927 y Eddie en 1936. Cuando Eddie tenía unos cinco años de edad, la familia se trasladó al sur del Bronx. El barrio era mayoritariamente alemán, irlandés y judío, y los nuevos proyectos de viviendas empezaban a atraer a inmigrantes rurales del Caribe y del sur de Estados Unidos. Isabel pensó que las clases de piano podrían ayudar a mantener a los niños alejados de las calles. Fueron a estudiar con Margaret Bonds, una concertista clásica afroamericana que tenía un estudio en la última planta del Carnegie Hall. Pero su formación no era sólo académica: el hermano de Isabel tenía una banda llamada El Chino y Su Alma Tropical, y a veces la familia bajaba a Harlem a grabar los discos en 78 rpm. En 1949, los Palmieri abrieron un restaurante llamado El Mambo, en honor a la música afrocubana que arrasaba en los salones de baile desde Caracas hasta los Catskills. Palmieri me contó que recuerda cuando jugaba al “stickball” en la entrada [del restaurante] con la radio a todo volumen: «Machito y sus afrocubanos, Tito Puente, todo el día, toda la noche... ¡no tenías más elección!».
El mambo, desarrollado por el compositor cubano Arsenio Rodríguez, era una versión moderna del son del siglo XIX, que ampliaba las pausas contrapuntísticas improvisadas del género, conocidas como montunos. La versión neoyorquina sintetizaba la percusión africana con las armonías del swing, los metales de las big-band y los espléndidos solos del bebop. Palmieri suele decir que su «guerrero del quiosco» o el favorito de la escena musical en el Harlem Hispano, era el propio Tito Puente, que se lucía con la sección rítmica colocando sus timbales hacia la parte delantera del escenario. A los trece años, Palmieri se convirtió en el timbalero de la banda de su tío. Abandonó el instituto y se dedicó a la música, llevando sus timbales a los conciertos por todo el Bronx. «En aquella época era un semental salvaje», me dijo riendo. Pero su madre, convencida de que le daría una hernia, le presionó para que volviera a su primer instrumento. Charlie se había convertido en pianista profesional. «Mira», recuerda que le dijo. «Vayas donde vayas, allí está el piano».
El Piano tenía otra ventaja. Cuando Charlie empezó hacer sus giras, les recomendó a los directores de las bandas donde había sido miembro, entre ellos el bajista Johnnie Seguí y al cantante cubano Vicentico Valdés a su hermano menor. En 1958, Eddie se unió a la famosa orquesta de Tito Rodríguez, para ese momento la pachanga estaba de moda: sus arreglos eran lujosos ya que usaban violines y flautas de madera. Pero el estilo de Eddie era más duro. Era zurdo, lo que le hacía pesado en las notas más graves del piano, y tocaba con la fuerza y el sentimiento de un baterista. Más tarde, incluso golpeaba las teclas con las palmas y los antebrazos. Me dijo que la primera vez que hizo un solo con Valdés, el director de la banda dijo que “sonaba como un nickelodeon” [una de las primeras máquinas de discos], “sin dirección conocida”. Pero Eddie estaba tomando dirección: pasaba largas tardes con la colección de discos de música bailable cubana del bongosero, Manny Oquendo, tratando de descifrar la estructura de esas composiciones lúcidas. ¿Cómo llegaban al clímax tan rápidamente, sin que pareciera que se apresuraran nunca? Al escuchar, estaba aprendiendo a componer su propia música. Ya sabía cómo usar el piano como el tambor, pero ahora comenzaba a entenderlo como un instrumento de escritura, capaz de representar a toda la orquesta.
En 1961, Palmieri formó su propia banda: La Perfecta. Oquendo lo acompañó y se unieron a un joven cantante puertorriqueño llamado Ismael Quintana, que tenía un don poético para las letras. Una noche, en un club del Bronx llamado Tritons, Palmieri escuchó un trombón tan fuerte que produjo una vibración zumbante. Era Barry Rogers, ─alto, delgado y judío─, había surgido de la escena nocturna de Harlem, moviéndose con fluidez entre el jazz y la pachanga, el rhythm and blues y el calipso. Sus armonías cromáticas llegaron al oído de Palmieri en un ángulo desconocido. Pronto intercambiaron discos (Miles Davis, Celia Cruz) y vieron en directo al John Coltrane Quartet. A Palmieri le gustaban los característicos acordes de cuarta del pianista de Coltrane, McCoy Tyner, y los adaptó a los ritmos caribeños. Esto dio a la música que Palmieri escribió para La Perfecta una sensación de inquietud, como si pudiera dirigirse a cualquier parte.
Juntos, Palmieri y Rogers desplegaron muchos elementos que influirían en el desarrollo de la salsa: trombones penetrantes, comentarios sociales socarrones y la estructura flexible de las canciones en directo. «En cualquier otra banda», escribió un crítico, “el arreglo es la ley”, pero con Palmieri y Rogers, “todos los chicos tienen voz en la forma de tocar una melodía”. En sus solos, Palmieri puede citar a Mendelssohn, Sonny Stitt, “Mary Had a Little Lamb”. Pero, sin importar cuán lejos se alejará, Palmieri siempre se aseguraba de que toda la banda estuviera sincronizada con el ritmo: “Mientras haya clave”, le gusta decir, “puedo hacer lo que quiera”.
En cuestión de meses, La Perfecta se convirtió en una de las bandas más activas de la ciudad de Nueva York. Palmieri compartía la filosofía de Tito Puente: ─“Si no hay baile, no hay música”─, y estaba orgulloso de hacerse un nombre llenando la pista. Pero el campo de pruebas definitivo, el Palladium Ballroom, seguía siendo esquivo para él. El Palladium, ubicado en la esquina de la calle cincuenta y Tres (53) con Broadway, fue uno de los primeros clubes del centro de la ciudad en contratar a músicos negros y latinos, y pronto se convirtió en un importante lugar de la música caribeña, no sólo del mambo, sino también de la soca de las Antillas y del cantante de la música tradicional puertorriqueña, Ramito. Palmieri reservó a La Perfecta en un local a una cuadra de distancia y llamó a la gente de la calle. Finalmente, el dueño del Palladium, Maxwell Hyman, le ofreció a la banda emergente una serie de noventa conciertos.
El Palladium recibía a miles de clientes a la semana: Estrellas de Hollywood y artistas profesionales los miércoles, gánsteres y chicas glamurosas los viernes, puertorriqueños de clase trabajadora los sábados y negros estadounidenses los domingos. La Perfecta tenía una química especial con el público de los domingos: «¡Eddie, tócanos un poco de Azúcar!», gritaban los bailarines. Su composición «Azúcar» puso a prueba los límites de su virtuosismo con una serie de cambios rítmicos, incluido un largo y desenfrenada descarga que retrasó el clímax de la canción una, dos, tres veces. Los bailarines perdieron varios de sus objetos desde horquillas para el pelo [en las damas] y los anillos [para ambas parejas], todo en esa vorágine. En el solo de piano de Palmieri, su mano izquierda mantenía un montuno implacable mientras la derecha inventaba improvisaciones jazzísticas fuera de tiempo. Cuando La Perfecta publicó finalmente la canción con el sello Alegre Records, en 1965, ya llevaba dos años siendo un éxito en las calles, pero los oyentes que nunca habían visto al grupo en directo daban por hecho que habían contratado a un segundo pianista. «Había que estar allí para saberlo», me dijo Palmieri. En el Palladium, los músicos y bailarines alcanzaron «una altura espiritual muy difícil de explicar», dijo. «Una vez, de hecho, vi desaparecer a un hombre: sólo encontraron sus zapatos».
La técnica de Palmieri le ha valido los apodos de El Rumbero del Piano y el Monje Latino.
Poco después de ir al Blue Note, me reuní con Palmieri en su tranquila casa suburbana de Hackensack, Nueva Jersey. Llovía, y Eddie II estaba en la puerta cuando llegue en mi Uber, me esperaba para entrar a su casa. Palmieri me recibió con calidez desde su asiento en una mesa junto a la cocina y me dejó pasear por el primer piso antes de instalarnos para la entrevista. Noté un gallo de plástico con plumas junto a las escaleras, Dr. Bronner’s en el baño y estanterías con libros muy usados: Aristóteles, “La Tierra en Convulsión”, “La Casa de Bernarda Alba”. Un piano de cola dominaba el salón de estar, adornado de muchos álbumes y composiciones en curso. Cuando levanté un disco de Bill Evans de la silla, Palmieri tomó la palabra: «¿Sabías que murió a los cincuenta y uno? Para entonces ya se inyectaba hasta en los dedos. Pero nunca perdió su increíble toque».
Palmieri sabe lo precaria que puede ser la vida para muchos músicos: su hermano Charlie murió de un infarto a los sesenta años, y Barry Rogers falleció por complicaciones de una arritmia a los cincuenta y cinco. Palmieri atribuye su propia longevidad a «los berros, el perejil y los higos». Pero el cuerpo no puede sobrevivir sin el espíritu, y «para eso», me dijo, «está el vudú». Nunca se inició formalmente en ninguna religión afrocaribeña, pero éstas impregnan su música: llamadas ceremoniales con tambores, conjuros protectores, fragmentos de yoruba. Siente un vínculo especial con el orisha Osaín, el dios fugitivo de las tierras salvajes, cuya oreja izquierda arrugada es lo bastante aguda para oír el llanto de una sola flor.
Al igual que Osaín, Palmieri se ha retirado periódicamente a una soledad oscura pero fértil. Reflexiona: «Para mí, fueron años terribles cerca del final de La Perfecta», me dijo. La banda se disolvió definitivamente en 1968. Las grandes salas de baile cerraban. Los discos eclipsaban a los espectáculos en vivo. Las drogas saturan el ambiente. La huida de los blancos iba en aumento, y los que se quedaban tenían que enfrentarse a la desinversión, la exclusión y la violencia policial. Palmieri buscó refugio en Bob Bianco, cantante de salón y filósofo vernáculo que dirigía diálogos socráticos en su apartamento de Queens. Juntos, se interrogaban sobre la mecánica de la transformación personal y social, leyendo la teoría de la composición de Joseph Schillinger, la economía populista, la historia de las plantaciones de azúcar en Puerto Rico. «Así aprendí lo que pasó y lo que no pasó», me dijo Palmieri. «Y entonces pude ponerle música».
Palmieri emergió de estas sesiones con una crítica feroz del capitalismo y un sonido que él llamó “rebelión con swing”. Todavía se sentía solo, pero no estaba solo: en 1970, había más de un millón de puertorriqueños en la ciudad de Nueva York. Muchos de ellos eran pobres. Los periódicos entraron en pánico por el “problema puertorriqueño”, que presentaba a los inmigrantes como indeseables e inasimilables. En su popular estudio sobre la vida en los guetos puertorriqueños, el antropólogo Oscar Lewis atribuyó tristemente las circunstancias desesperadas de los sujetos a una “cultura de la pobreza”. Pero también fue un periodo de florecimiento creativo y político: en 1967, la actriz Miriam Colón fundó el Puerto Rican Traveling Theatre; en 1969, la banda de Chicago conocida como los Young Lords se había reinventado como organización comunitaria revolucionaria y había ampliado sus operaciones a Nueva York; en 1973, Miguel Algarín y sus amigos fundaron el Nuyorican Poets Café. Los académicos han argumentado que los puertorriqueños se “afroamericanizaron” en la ciudad, donde desarrollaron un gusto por la disonancia y un talento para la tradición cultural.
Palmieri puede ser uno de los padres fundadores de la salsa, pero para él el término es sólo jerga de marketing; en sus palabras, “una falta de respeto y un pecado”. Los verdaderos practicantes saben que cada patrón rítmico tiene un nombre propio y una genealogía: “guaguancó, yambú y columbia... y de ahí tienes la guaracha, el son, el mambo”. Entonces como ahora, Palmieri se sentía responsable de mantener estas tradiciones. Pero también estaba buscando formas de responder directamente a la creciente crisis de su propio momento.
En 1969, Palmieri publicó un álbum titulado «Justicia», y la canción que da título al disco se convirtió en un himno para los luchadores cubanos por la libertad en Angola: «Justicia verán y justicia obtendrán / el mundo y los oprimidos». En 1971, publicó el álbum de funk-fusión «Harlem River Drive» con el maestro del saxo Ronnie Cuber y algunos miembros de la banda de Aretha Franklin: el tema «Idle Hands», una denuncia de la clase dominante se convirtió en la canción emblemática del Weather Underground. En 1977, cuando los Young Lords ocuparon la Estatua de la Libertad y desplegaron una bandera puertorriqueña bajo su corona en defensa de los independentistas, Palmieri organizó una gala benéfica para sacarlos del apuro. Tocó para recaudar fondos para César Chávez y organizó conciertos en cárceles de todo el estado de Nueva York: Sing Sing, Attica, Rikers. Su razonamiento era sencillo: «Tengo amigos ahí dentro». El poeta y Young Lord Felipe Luciano se unió a Palmieri para actuar en Sing Sing en 1972, y relató la experiencia para el New York Times. Para él, la música de Palmieri representaba «el nuevo plan de batalla, el nuevo modus operandi para sobrevivir».
Una de las composiciones más famosas de Palmieri de este periodo es la canción que da título a su álbum de 1971, «Vámonos Pa'l Monte». La portada presenta un retrato en acuarela del líder de la banda como un depresivo poeta diaspórico, sentado solo en un apretado bosquecillo de abedules. Para los agotados trabajadores de la ciudad, la canción ofrece una vía de escape: «un guarachar», una fiesta. Pero no es el tipo de escapada que permite descansar. El piano eléctrico de Palmieri da paso al sonido del órgano rustico de su hermano, como si dejara atrás el ajetreo de las azucareras y las fábricas para refugiarse en algún escondite secreto de los cimarrones en las montañas. Sudar durante los siete minutos que dura la canción es exigente, especialmente cuando el bongosero desencadena una fuga acelerada de intensidad casi chamánica. Palmieri interpretó la canción en Sing Sing, y Luciano describió cómo se sintió transportado en algún lugar por encima de las torres de vigilancia: «¿África, tal vez? ¿Puerto Rico antes de los españoles? ¿Europa antes de las máquinas? Pero no hay refugio final, porque el ritmo nunca cede, y las cárceles siguen llenas de los hijos de la plantación. «Cada año», me dice Palmieri, “va a peor”.
Palmieri pagó un precio por el giro revolucionario de su música (el FBI investigó el sello donde grabó), pero probablemente pagó un precio aún mayor por su independencia creativa. En 1964, el flautista dominicano Johnny Pacheco cofundó Fania Récords con el abogado italoamericano Jerry Masucci, y juntos comenzaron a contratar a talentosos músicos latinos: Celia Cruz, Willie Colón, Rubén Blades, entre otros. “Si hubiera querido, podría haberme llamado Eddie Banana and the Bunch”, bromeó Palmieri. Había sido una presencia decisiva en el primer concierto de Fania All-Stars, en un club del West Village, en 1968, pero era escéptico respecto del creciente monopolio del sello y la forma en que homogeneizaba diversos sonidos bajo el lema de la “salsa”. Por lo que se negó a firmar.
En un triunfo irónico, Palmieri ganó los dos primeros Grammy concedidos a la música latina, con «The Sun of Latin Music», en 1975, y «Unfinished Masterpiece», en 1976. Pero su nombre ya había desaparecido de la narrativa dominante, consolidada por los documentales de Fania «SALSA» y «Our Latin Thing». Palmieri se convirtió, según el periodista César Miguel Rondón, en «abiertamente rebelde... una persona non grata». Muchas de las composiciones de Palmieri —“El Molestoso”, “Cuídate Compay”, “Si Echo Pa’lante”— abordan explícitamente los riesgos de la independencia, combinando arreglos complejos con letras conflictivas: “No creas en nadie”. Durante los años setenta, estuvo exiliado de los grandes clubes. “Me pusieron en la lista negra”, me dijo. “La única que tenía fe en mí era mi esposa”. Iraida falleció en 2014, y Palmieri conserva una urna con sus cenizas en una habitación junto al pasillo. En mi visita, me asomé para ver un altar sencillo con flores, velas parpadeantes y un piano vertical que ella le compró en Queens Boulevard “cuando las cosas estaban muy mal”, dijo. Después de que el auge de la salsa de los años setenta se desvaneciera, Iraida lo alentó a reestructurar su banda para el circuito de jazz latino, un cambio que probablemente salvó su carrera.
La música latina nunca se ha institucionalizado del todo en Estados Unidos (rara vez se enseña en campamentos de bandas, se estudia en conservatorios o aparece en los principales medios de comunicación), por lo que su transmisión depende a menudo de los compromisos de parentesco. Palmieri solía enviar a su banda a sesiones de escucha en el apartamento del coleccionista de discos René López; años más tarde, mi madre acudía a sesiones de escucha organizadas por Andy González, bajista de Palmieri durante muchos años, en el Bronx. Robert Farris Thompson llamó una vez a estas estrategias como «la academia invisible». Palmieri es el mentor de los músicos más jóvenes de su banda actual con un orgullo paternal. “Son mis estímulos”, me dijo. El bajista Luques Curtis es su “mano derecha e izquierda” y viene una vez a la semana para copiar nuevas composiciones. Palmieri ha formado a un sorprendente número de artistas ahora legendarios (Lalo Rodríguez, Nicky Marrero) cuando apenas empezaban. En 1992, Palmieri compuso un álbum para La India, una cantante de freestyle nuyorican que se haría conocida, en gran parte gracias a esta colaboración, como la Princesa de la Salsa.
Todavía estaba considerando la posibilidad de un parentesco cuando llamé a Spike Lee; su padre, Bill Lee, era un músico de jazz que, como Palmieri, había tocado con miembros de la banda de Aretha Franklin. En la primavera, el director criado en Brooklyn invitó a Palmieri a interpretar su himno “Puerto Rico” en una escena de “Highest 2 Lowest”, el próximo thriller policial de Lee. El honor no es suyo, es nuestro», me dijo. Pero cuando le pregunté por sus primeros recuerdos de la salsa, se impacientó. «Hay una cosa que se llama Nuyorican», me explicó despacio. «Los afroamericanos y los nuyorican siempre han vivido en los mismos barrios». Reconocí su tono de voz, por una voz apagada en un viejo videoclip de Charlie Palmieri enseñando salsa en las escuelas públicas de la ciudad de Nueva York. “No culpo a los Estados Unidos… por asegurarse de que nuestros niños no entiendan esta música”, dice el narrador. “Su trabajo es convertir a nuestros niños en autómatas, para que se adapten a su sistema, a su estética, a su manera de hacer las cosas”.
De regreso de Hackensack, pensé en la tradición indígena caribeña conocida como Areytos, representaciones narrativas épicas que podían durar días. “Sólo sus canciones… son su libro o historia que permanece de los presentes a los futuros”, observó perplejo un colonizador en sus crónicas. Juan Carlos Quintero Herencia me recordó el deslizamiento sonoro, en español, entre «saborear» y «saber», sugiriendo la dimensión sensual del conocimiento, cómo mitologías enteras que pueden transmitirse como memoria muscular. Las composiciones de Palmieri amplían este linaje, pero mantiene una irónica humildad sobre su lugar en la trama. «Usted ha sido reconocido en todo el mundo», exclamó un entrevistador días antes de que el Fondo Nacional de las Artes lo nombrara Maestro del Jazz en 2012. Palmieri respondió: «Es algo extraordinario. Porque acabo de dar la vuelta a la esquina y ¡nadie sabía quién yo era!».
Yo llegué a la mayoría de edad cuando la salsa estaba en declive: la «salsa romántica» de la radio en los noventa (Marc Anthony, Frankie Ruíz) era cursi y plana comparada con la música de la generación de Palmieri. Llamé a Ileana Cabra, la cantante puertorriqueña conocida como iLe, que le compuso y grabó un desafiante chacha-chá con Palmieri en 2019. Ella es una millennial como yo. «Mucha gente subestima la salsa», admite. Pero, para ella, «la salsa de verdad, es la salsa gorda» es «una superbiblioteca». Cada vez que pulsas Play, dijo, tienes que decidir «a qué quieres prestar atención ese día... qué pasa con el piano, la trompeta, la mezcla». A Cabra le encanta escuchar especialmente los rastros de sudor y tensión en las grabaciones de estudio, como el chasquido apagado de Ismael Rivera mientras marca el ritmo en el micrófono. Pensé en los gemidos audibles de Palmieri cada vez que la música se calienta. A menudo ha dicho que no sirve de nada tratar de silenciar el sonido del espíritu interior: “El kongo por dentro se vuelve loco”.
Volví al Blue Note para ver a Palmieri dos veces más. Había ido toda mi vida satisfecha con sus grabaciones, pero ahora me molestaba no poder asistir a todos los shows en vivo programados. La salsa podría ser el último género popular que surgió de la colaboración espontánea entre músicos y bailarines. No puede ser casualidad que en español se “toque” el instrumento en lugar de “tocarlo”, piel con piel. En la actualidad, Palmieri usa guantes para mantener la sangre fluyendo hacia sus dedos hasta que se los quita para tocar, revelando uñas cuidadosamente cuidadas con esmalte transparente. “Vamos a estar aquí por el resto de mi vida”, bromeó una noche. “Le guste o no a Blue Note”. A veces, el piano de Palmieri sonaba increíblemente ligero —azúcar de limón, pensé, un carrusel de cuchifritos— y a veces sonaba cansado del mundo, casi quejumbroso. Al hacer una versión del clásico del mambo “Picadillo”, Palmieri miró hacia el cielo para dirigirse al fantasma de su mentor: “¿Ves eso, Tito?”
Palmieri se desviaba a menudo de la lista de canciones, obligando a sus compañeros de banda a escribir nuevas líneas melódicas sobre la marcha. En un momento dado, Luques Curtis se esforzaba tanto en el bajo que Palmieri amenazó con "despedirlo esta noche, se está robando el show". De vez en cuando, podía distinguir algunas citas: Jimmy Bosch tocando un poco de la plena puertorriqueña “Qué bonita bandera” con el trombón. A pesar de las probables protestas de Palmieri, pensé en los sencillos de hip-hop, otra forma nuyorican, y en cómo muchas de sus canciones más largas eran como megamixes, “casi demasiada información”, como me había dicho Cabra. Justo cuando pensaba que mi mente no podía contener la vertiginosa multiplicidad, Palmieri resolvía la tensión con uno o dos golpes suaves. «¡Agua!», gritó alguien, mientras se adelantaba en un solo. En la mesa de al lado, un hombre mayor con gorra de los Yankees reconoció el estribillo de una balada que Palmieri había escrito para Iraida: «Increíble, tío: sigue haciendo “Vida”.»
Palmieri se refiere a sus compañeros de banda más jóvenes como «mis estímulos». En la foto, en primer plano, Louis Fouché al saxofón y, al fondo, Luques Curtis al bajo, Camilo Molina a los timbales, Vicente (Little Johnny) Rivero a la tumbadora y José Claussell al bongó.
Carina del Valle Schorske, es traductora de literatura puertorriqueña y escritora. Ella recibió en el 2020 una beca Whiting Creative Nonfiction Grant y en el 2022 un National Magazine Award.