El fonógrafo boricua de Cristóbal Díaz Ayala

 

Por.  Sigfredo Ariel • La Habana

 

Tomado de www.lajiribilla.cu (3 - 16 de nov, 2010)


 

A Díaz Ayala le gusta mucho recordar una frase de Ned Sublette en la que asegura que la historia de la música comienza con la invención del sonido grabado y que lo anterior es prehistoria[1]. Ha convertido tal aseveración en divisa de un laboreo incesante con surcos y púas, entre etiquetas, carátulas y quebradizas páginas de archivo por más de medio siglo. Ha escuchado tantos y tan disímiles discos que podría, con probable fortuna, presentar su candidatura al Guinness.

 

Es posible que una parte de la población académica graduada en remotas universidades y prestigiosos institutos, pretenda emitir juicios de valor sobre música sin apenas escucharla, remitiéndose a la memoria personal o, en el mejor de los casos, examinando partituras ―que, al menos en música popular, muy poco dicen― y, de paso, por el camino encomendarse al Gran Poder para no pecar de superficiales o errar de manera lastimosa. Como apunta un bolero, eso no es amor, es aventura.

 

Díaz Ayala ha demostrado que para saber cómo sonaba en realidad aquella voz, aquella orquestica, aquel sexteto, dúo o trío, es preciso no solo asomarse al sonido más o menos tembloroso que emana del altavoz, sino penetrar en él muchas, pero muchas veces a través de la maraña de saltos y scratchs, tener presentes expresiones y costumbres interpretativas, limitaciones e imperfecciones del sistema de registro fonográfico de determinada época, que pueden alterar timbres, modificar colores, acortar canciones para que cupieran en los tres minutos obligados de la placa comercial o del ahora casi inconcebible cilindro de cera. Así se escucha música, señores, así se entienden humanas razones ―cuándo, cómo, por qué― y se establecen asociaciones que, a su vez, aportan claridad sobre distracciones y olvidos: así se hace la historia de la música que es en gran medida mapa espiritual y memorioso de los pueblos.  

 

Díaz Ayala es experto en estas y otras faenas relacionadas con musicales avatares, término que significa en puridad reencarnaciones o vidas sucesivas. Ha buscado y encontrado no solo el disco físico que nadie sabía si existía o no, para escucharlo, por supuesto, y comentárnoslo en cuanto la ocasión aparezca. También se ha empleado en localizar el dato perdido, la fecha o el crédito que faltaban, rescatar la imagen tal vez única de músicos, orquestas o cantantes; gracias a él, hoy podemos escrutar los rasgos, entre muchos otros, del arpista Pachencho ―danzonero famoso―, Martín Silveira, laudista y tonadista, de varias de las pequeñas tiples del Alhambra (Eloísa Trías, Blanca Vázquez) y de los bigotudos miembros de la charanga de Papaíto Torroella....

Ha enmendado no pocos errores remachados por el tiempo, la desidia y los sectarismos, pues además de escribir, coleccionar y escuchar, se ha especializado en soplar brumas. No es hombre de repetir páginas o juicios: oír para creer, investigar para decir la verdad, a ello ha encaminado sus esfuerzos desde 1960, cuando salió de La Habana, sin despedirse, sí, pues ¿de quién se iba a despedir si nunca ha traspasado los contornos del modo de ser y de sonar de los cubanos, aunque resida hace 50 años en Puerto Rico?[2]

 

Tras explorar en asuntos de la música cubana en libros anteriores, siempre con la discografía como centro, publicó La marcha de los jíbaros (1898-1997), en el cual se ocupó de relatar con minuciosidad el destino de músicos puertorriqueños por el mundo a lo largo de un siglo en el que La Habana fue una de los plazas primordiales para artistas boricuas como Rafael Hernández, Daniel Santos, Myrta Silva, Ruth Fernández y Lucy Fabery, entre tantos otros.

Su libro más reciente, San Juan-New York: Discografía de la música puertorriqueña 1900-1942, es un nuevo esfuerzo para ofrecer instrumentos que aclaren y enriquezcan la historia sonora de esta parte del mundo y para argumentar, entre otras cosas, la certeza de que “Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos alas”, como dijo la poetisa Lola Rodríguez de Tió. 

 

En el ensayo inicial Díaz Ayala bucea en las alboradas de la fonografía para encontrar las “primeras huellas” de la música puertorriqueña registradas en disco. Además de hallar a la diva cubana Chalía Herrera en el primer año del siglo XX con “La borinqueña”, de Félix Astol, encontró una danza de Simón Madera, “Mis amores”, grabada en cilindro por la Banda Municipal de La Habana en fecha tan lejana como 1904-1905, años en que ―colegimos nosotros― la banda debía haber estado dirigida por el patriota José Marín Varona (1859-1912), quien pasó parte de su exilio político en Puerto Rico.

 

Entre 1914 y 1915 se impresionó en San Juan un cilindro con una “décima a la cubana” y otro con una “guaracha a la cubana”, entre otras grabaciones de folclore boricua, actualmente atesorados en la Universidad de Indiana. El diálogo entre las dos Antillas se hacía cada vez más vivo.

 

Fue en New York donde se realizó la mayor parte de las grabaciones de repertorio e intérpretes puertorriqueños en las primeras cuatro décadas del siglo XX, período que interesa al ensayo de Díaz Ayala. En esa ciudad se formaron orquestas, tríos, cuartetos y conjuntos en los que cantaban y tocaban cubanos y boricuas como el Caney, del tresero cubano Fernando Storch, que tenía como cantante de plantilla a Johnny López, y el grupo Cuba y Puerto Rico, dirigido por Enrique Bryon.

 

También en las décadas de 1930 y 1940 en New York, Antonio Machín grabó discos con la orquesta de Julio Roqué, Alfredito Valdés y Panchito Riset con el cuarteto Flores; Johnny Rodríguez con la Antobal’s Cubans; Miguelito Valdés con la orquesta de Noro Morales; y Bobby Capó con Machito y sus Afro-Cubans, orquesta que siempre tuvo boricuas en su formación. Allí Myrta Silva registró fonográficamente rumbas y guarachas de los cubanos Osvaldo Estivill, Ñico Saquito, Bobby Collazo, Carlos Puebla, Mario Álvarez y Guillermo Rodríguez Fiffe; Tito Rodríguez, canciones de Ernesto y Margarita Lecuona, Nilo Menéndez, Obdulio Morales y Osvaldo Farrés; Davilita (Pedro Ortiz Dávila), varios boleros sones de Electo Rosell “Chepín”.

 

Guillermo Portabales, “el creador de la guajira de salón”, realizó el mayor número de grabaciones en Puerto Rico, donde grabaron discos, entre tantos otros, los cubanos Orlando Guerra “Cascarita”, René Cabell y las Hermanas Márquez; el afamado Trío Matamoros ―Siro, Cueto y Miguel, aunque interpretaban fundamentalmente números de Matamoros― llevó al disco una decena de obras de Rafael Hernández y dos de Pedro Flores.

 

Con un lúcido prólogo de Angel G. Quintero Rivera, San Juan-New York: Discografía de la música puertorriqueña 1900-1942, es un volumen que penetra en los orígenes y destinos del cancionero boricua ―entre los más importantes de América Latina― y sus relaciones con otros cancioneros a través de las grabaciones, o sea, a través de testimonios constantes y sonantes.

 

Los vínculos históricos entre músicos populares cubanos y puertorriqueños, quedan ampliamente documentados en este volumen que servirá de herramienta útil a musicólogos, musicógrafos e historiadores de la música popular de ambos países, y que, desde los siete capítulos del ensayo hasta el corpus de la discografía, que lamentablemente se detiene en 1942, sugiere nuevas rutas para desarrollar en otros campos de investigación sociocultural.

En sus páginas está Madame Chalía en la New York de 1900, interpretando por primera vez en disco una canción puertorriqueña, y más de 30 años después, Panchito Riset aparece cantando “Sin bandera”, de Pedro Flores; Diosa Costello, la vedette nacida en Guayama, estremece los escenarios newyorkinos de 1940 con creaciones de Grenet, Lecuona y Simona; mientras que Bobby Capó ese mismo año canta “Amorosa guajira”, de González Allué, y la orquesta de Alfredo Brito de 1934 convierte en danzonetes “Desvelo de amor”, de Rafael Hernández y “Las calles de San Juan”, de Pedro Flores. Son solo ejemplos tomados al azar de los tantos hallazgos que convidan a acercarse al prodigioso fonógrafo boricua de Don Cristóbal, quien debe haber disfrutado “a mares” con esta música, con este libro, deleite oceánico que contagia a cualquiera. Cualquiera, claro está, que sepa y quiera escuchar la historia a través de discos que hacen rac rac.

 

Notas:

 

[1] “In a sense, the history of music only begins with the invention of sound recording. Everything before its is prehistory : we have evidence ―descriptions, notations, documents but don’t know how the music sounded.”  Sublette, Ned: Cuba and its music. Chicago Review Press, 2004.

 

[2] En cuanto sintió que podía hacerlo escribió Del areyto a la Nueva Trova (1982), personal y documentadísima visión del devenir de nuestra historia sonora, que amplió y enmendó en sucesivas ediciones hasta Del areyto al rap cubano, de 2003. En 1994 entregó a la imprenta una Discografía de la Música Cubana (Cuba canta y baila Vol. I) que abarcó el período menos transitado, el de las grabaciones acústicas (1898-1925), y desde hace años la colocó en Internet, con acceso libre, con una ciclópea actualización ―el segundo tomo no se ha impreso en papel― hasta 1960, límite que en muchas ocasiones desborda su investigación. Díaz Ayala ha publicado, entre otros títulos, Si te quieres por el pico divertir (1988), acerca del pregón latinoamericano y Cuando salí de La Habana. 1898-1997 (1998), en el cual examina carreras de músicos cubanos fuera de su país, y en fecha reciente, un grupo de ensayos temáticos Los contrapuntos de la música cubana (2006).

 

 

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