A Díaz Ayala le
gusta mucho recordar una frase de Ned Sublette en la que asegura
que la historia de la música comienza con la invención del
sonido grabado y que lo anterior es prehistoria[1].
Ha convertido tal aseveración en divisa de un laboreo incesante
con surcos y púas, entre etiquetas, carátulas y quebradizas
páginas de archivo por más de medio siglo. Ha escuchado tantos y
tan disímiles discos que podría, con probable fortuna, presentar
su candidatura al Guinness.
Es posible que una
parte de la población académica graduada en remotas
universidades y prestigiosos institutos, pretenda emitir juicios
de valor sobre música sin apenas escucharla, remitiéndose a la
memoria personal o, en el mejor de los casos, examinando
partituras ―que, al menos en música popular, muy poco dicen― y,
de paso, por el camino encomendarse al Gran Poder para no pecar
de superficiales o errar de manera lastimosa. Como apunta un
bolero, eso no es amor, es aventura.
Díaz Ayala ha
demostrado que para saber cómo sonaba en realidad aquella voz,
aquella orquestica, aquel sexteto, dúo o trío, es preciso no
solo asomarse al sonido más o menos tembloroso que emana del
altavoz, sino penetrar en él muchas, pero muchas veces a través
de la maraña de saltos y scratchs, tener presentes
expresiones y costumbres interpretativas, limitaciones e
imperfecciones del sistema de registro fonográfico de
determinada época, que pueden alterar timbres, modificar colores,
acortar canciones para que cupieran en los tres minutos
obligados de la placa comercial o del ahora casi inconcebible
cilindro de cera. Así se escucha música, señores, así se
entienden humanas razones ―cuándo, cómo, por qué― y se
establecen asociaciones que, a su vez, aportan claridad sobre
distracciones y olvidos: así se hace la historia de la música
que es en gran medida mapa espiritual y memorioso de los
pueblos.
Díaz Ayala es
experto en estas y otras faenas relacionadas con musicales
avatares, término que significa en puridad reencarnaciones o
vidas sucesivas. Ha buscado y encontrado no solo el disco físico
que nadie sabía si existía o no, para escucharlo, por supuesto,
y comentárnoslo en cuanto la ocasión aparezca. También se ha
empleado en localizar el dato perdido, la fecha o el crédito que
faltaban, rescatar la imagen tal vez única de músicos, orquestas
o cantantes; gracias a él, hoy podemos escrutar los rasgos,
entre muchos otros, del arpista Pachencho ―danzonero famoso―,
Martín Silveira, laudista y tonadista, de varias de las pequeñas
tiples del Alhambra (Eloísa Trías, Blanca Vázquez) y de los
bigotudos miembros de la charanga de Papaíto Torroella....
Ha enmendado no
pocos errores remachados por el tiempo, la desidia y los
sectarismos, pues además de escribir, coleccionar y escuchar, se
ha especializado en soplar brumas. No es hombre de repetir
páginas o juicios: oír para creer, investigar para decir la
verdad, a ello ha encaminado sus esfuerzos desde 1960, cuando
salió de La Habana, sin despedirse, sí, pues ¿de quién se iba a
despedir si nunca ha traspasado los contornos del modo de ser y
de sonar de los cubanos, aunque resida hace 50 años en Puerto
Rico?[2]
Tras explorar en
asuntos de la música cubana en libros anteriores, siempre con la
discografía como centro, publicó La marcha de los jíbaros
(1898-1997), en el cual se ocupó de relatar con minuciosidad
el destino de músicos puertorriqueños por el mundo a lo largo de
un siglo en el que La Habana fue una de los plazas primordiales
para artistas boricuas como Rafael Hernández, Daniel Santos,
Myrta Silva, Ruth Fernández y Lucy Fabery, entre tantos otros.
Su libro más
reciente, San Juan-New York: Discografía de la música
puertorriqueña 1900-1942, es un nuevo esfuerzo para ofrecer
instrumentos que aclaren y enriquezcan la historia sonora de
esta parte del mundo y para argumentar, entre otras cosas, la
certeza de que “Cuba y Puerto Rico son de un pájaro las dos
alas”, como dijo la poetisa Lola Rodríguez de Tió.
En el ensayo
inicial Díaz Ayala bucea en las alboradas de la fonografía para
encontrar las “primeras huellas” de la música puertorriqueña
registradas en disco. Además de hallar a la diva cubana Chalía
Herrera en el primer año del siglo XX con “La borinqueña”, de
Félix Astol, encontró una danza de Simón Madera, “Mis amores”,
grabada en cilindro por la Banda Municipal de La Habana en fecha
tan lejana como 1904-1905, años en que ―colegimos nosotros― la
banda debía haber estado dirigida por el patriota José Marín
Varona (1859-1912), quien pasó parte de su exilio político en
Puerto Rico.
Entre 1914 y 1915
se impresionó en San Juan un cilindro con una “décima a la
cubana” y otro con una “guaracha a la cubana”, entre otras
grabaciones de folclore boricua, actualmente atesorados en la
Universidad de Indiana. El diálogo entre las dos Antillas se
hacía cada vez más vivo.
Fue en New York
donde se realizó la mayor parte de las grabaciones de repertorio
e intérpretes puertorriqueños en las primeras cuatro décadas del
siglo XX, período que interesa al ensayo de Díaz Ayala. En esa
ciudad se formaron orquestas, tríos, cuartetos y conjuntos en
los que cantaban y tocaban cubanos y boricuas como el Caney, del
tresero cubano Fernando Storch, que tenía como cantante de
plantilla a Johnny López, y el grupo Cuba y Puerto Rico,
dirigido por Enrique Bryon.
También en las
décadas de 1930 y 1940 en New York, Antonio Machín grabó discos
con la orquesta de Julio Roqué, Alfredito Valdés y Panchito
Riset con el cuarteto Flores; Johnny Rodríguez con la Antobal’s
Cubans; Miguelito Valdés con la orquesta de Noro Morales; y
Bobby Capó con Machito y sus Afro-Cubans, orquesta que siempre
tuvo boricuas en su formación. Allí Myrta Silva registró
fonográficamente rumbas y guarachas de los cubanos Osvaldo
Estivill, Ñico Saquito, Bobby Collazo, Carlos Puebla, Mario
Álvarez y Guillermo Rodríguez Fiffe; Tito Rodríguez, canciones
de Ernesto y Margarita Lecuona, Nilo Menéndez, Obdulio Morales y
Osvaldo Farrés; Davilita (Pedro Ortiz Dávila), varios boleros
sones de Electo Rosell “Chepín”.
Guillermo
Portabales, “el creador de la guajira de salón”, realizó el
mayor número de grabaciones en Puerto Rico, donde grabaron
discos, entre tantos otros, los cubanos Orlando Guerra “Cascarita”,
René Cabell y las Hermanas Márquez; el afamado Trío Matamoros ―Siro,
Cueto y Miguel, aunque interpretaban fundamentalmente números de
Matamoros― llevó al disco una decena de obras de Rafael
Hernández y dos de Pedro Flores.
Con un lúcido
prólogo de Angel G. Quintero Rivera, San Juan-New York:
Discografía de la música puertorriqueña 1900-1942, es
un volumen que penetra en los orígenes y destinos del cancionero
boricua ―entre los más importantes de América Latina― y sus
relaciones con otros cancioneros a través de las grabaciones, o
sea, a través de testimonios constantes y sonantes.
Los vínculos
históricos entre músicos populares cubanos y puertorriqueños,
quedan ampliamente documentados en este volumen que servirá de
herramienta útil a musicólogos, musicógrafos e historiadores de
la música popular de ambos países, y que, desde los siete
capítulos del ensayo hasta el corpus de la discografía,
que lamentablemente se detiene en 1942, sugiere nuevas rutas
para desarrollar en otros campos de investigación sociocultural.
En sus páginas
está Madame Chalía en la New York de 1900, interpretando
por primera vez en disco una canción puertorriqueña, y más de 30
años después, Panchito Riset aparece cantando “Sin bandera”, de
Pedro Flores; Diosa Costello, la vedette nacida en
Guayama, estremece los escenarios newyorkinos de 1940 con
creaciones de Grenet, Lecuona y Simona; mientras que Bobby Capó
ese mismo año canta “Amorosa guajira”, de González Allué, y la
orquesta de Alfredo Brito de 1934 convierte en danzonetes
“Desvelo de amor”, de Rafael Hernández y “Las calles de San
Juan”, de Pedro Flores. Son solo ejemplos tomados al azar de los
tantos hallazgos que convidan a acercarse al prodigioso
fonógrafo boricua de Don Cristóbal, quien debe haber disfrutado
“a mares” con esta música, con este libro, deleite oceánico que
contagia a cualquiera. Cualquiera, claro está, que sepa y quiera
escuchar la historia a través de discos que hacen rac rac.
Notas:
[1]
“In a sense, the history of music only begins with the
invention of sound recording. Everything before its is
prehistory : we have evidence ―descriptions, notations,
documents but don’t know how the music sounded.”
Sublette, Ned: Cuba and its music. Chicago Review
Press, 2004.
[2]
En cuanto sintió que podía hacerlo escribió Del
areyto a la Nueva Trova (1982), personal y
documentadísima visión del devenir de nuestra historia
sonora, que amplió y enmendó en sucesivas ediciones
hasta Del areyto al rap cubano, de 2003. En 1994
entregó a la imprenta una Discografía de la Música
Cubana (Cuba canta y baila Vol. I) que abarcó
el período menos transitado, el de las grabaciones
acústicas (1898-1925), y desde hace años la colocó en
Internet, con acceso libre, con una ciclópea
actualización ―el segundo tomo no se ha impreso en papel―
hasta 1960, límite que en muchas ocasiones desborda su
investigación. Díaz Ayala ha publicado, entre otros
títulos, Si te quieres por el pico divertir
(1988), acerca del pregón latinoamericano y Cuando
salí de La Habana. 1898-1997 (1998), en el cual
examina carreras de músicos cubanos fuera de su país, y
en fecha reciente, un grupo de ensayos temáticos Los
contrapuntos de la música cubana (2006).
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