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Thelonious Monk |
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La vuelta al piano de Thelonious Monk
Por.
Julio Cortázar
Concierto
del cuarteto de Thelonious Monk en Ginebra, marzo de 1966
En Ginebra de día está la oficina de las Naciones Unidas pero de noche
hay que vivir y entonces de golpe un afiche en todas partes con noticias
de Thelonious Monk y Charles Rouse, es fácil comprender la carrera al
Victoria may para fila cinco al centro, los tragos propiciatorios en el
bar de la esquina, las hormigas de la alegría, las veintiuna que son
interminablemente las diecinueve y treinta, las veinte, las veinte y
cuatro, el tercer whisky, Claude Tarnaud que propone una
fondue, su mujer y la
mía que se miran consternadas pero después se comen la mayor parte,
especialmente el final que siempre es lo mejor de la
fondue, el vino
blanco que agita sus patitas en las copas, el mundo a la espalda y
Thelonious semejante al comenta que exactamente dentro de cinco minutos
se llevará un pedazo de la tierra como en
Héctor Servadac, en
todo caso un pedazo de Ginebra con la estatua de Calvino y los
cronómetros de Vacheron & Constantin.
Ahora se apagan las luces, nos miramos todavía con ese ligero temblor de
despedida que nos gana siempre al empezar un concierto (cruzaremos un
río, habrá otro tiempo, el óbolo está listo) y ya el contrabajo levanta
su instrumento y lo sondea, brevemente la escobilla recorre el aire del
timbal como un escalofrío, y desde el fondo, un oso con un birrete entre
turco y solideo se encamina hacia el piano poniendo un pie delante de
otro con un cuidado que hace pensar en minas abandonadas o en esos
cultivos de flores de los déspotas sasánidas en que cada flor hollada
era una lenta muerte de jardinero. Cuando Thelonious se sienta al piano
toda la sala se sienta con él y produce un murmullo colectivo del tamaño
exacto del alivio, porque el recorrido tangencial de Thelonious por el
escenario tiene algo de riesgoso cabotaje fenicio con probables
varamientos en las sirtes, y cuando la nave de oscura miel y barbado
capitán llega a puerto, la recibe el muelle masónico del Victoria may
con un suspiro como de alas apaciguadas, de tajamares cumplidos.
Entonces es Pannonica,
o Blue Monk,
tres sombras como espigas rodean al oso investigando las colmenas del
teclado, las burdas zarpas bondadosas yendo y viniendo entre abejas
desconcertadas y hexágonos de sonido, ha pasado apenas un minuto y ya
estamos en la noche fuera del tiempo, la noche primitiva y delicada de
Thelonious Monk.
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Blue Monk |
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Pero eso no se explica: A
rose is a rose is a rose. Se está en una tregua, hay
intercesor, quizá en alguna esfera nos redimen. Y luego, cuando Charles
Rouse da una paso hacia el micrófono y su saxo dibuja imperiosamente las
razones por las que está ahí, Thelonious deja caer las manos, escucha un
instante, posa todavía un leve acorde con la izquierda, y el oso se
levanta hamacándose, harto de miel o buscando musgo propicio a la
modorra, saliéndose del taburete se apoya en el borde del piano marcando
el ritmo con un zapato y el birrete, los dedos van resbalando por el
piano, primero al borde mismo del teclado donde podría haber un cenicero
y una cerveza pero no hay más que Steinway & Sons, y luego inician
imperceptiblemente un safari de dedos por el borde de la caja del piano
mientras el oso se hamaca cadencioso porque Rouse y el contrabajo y el
percusionista están enredados en el misterio mismo de su trinidad y
Thelonious viaja vertiginosamente sin moverse, pasando de centímetro en
centímetro rumbo a la cola del piano a la que no se llegará, se sabe que
no llegará porque para llegar le haría más tiempo que a Phileas Fogg,
más trineos de vela, rápidos de miel de abeto, elefantes y trenes
endurecidos por la velocidad para salvar el abismo de un puente roto, de
manera que Thelonious viaja a su manera, apoyándose en un pie y luego en
otro sin salirse del lugar, cabeceando en el puente de su
Pequod varado en un
teatro, y cada tanto moviendo los dedos para ganar un centímetro o mil
millas, quedándose otra vez quieto y como precavido, tomando la altura
con un sextante de humo y renunciando a seguir adelante y llegar al
extremo de la caja del piano, hasta que la mano abandona el borde, el
oso gira paulatino y todo podría ocurrir en ese instante en que le falta
el apoyo, en que flota como un alción sobre el ritmo donde Charles Rouse
está echando las últimas vehementes largas pinceladas de violeta y de
rojo, el oso se balancea amablemente y regresa nube a nube hacia el
teclado, lo mira como por primera vez, pasea por el aire los dedos
indecisos, los deja caer y estamos salvados, hay Thelonious capitán, hay
rumbo por un rato, y el gesto de Rouse al retroceder mientras desprende
el saxo del soporte tiene algo de entrega de poderes, de legado que
devuelve al Dogo las llaves de la serenísima.
Edición abril-mayo 2010
Tomado
del pequeño libro de bolsillo: La vuelta al día en ochenta mundos, Tomo
II, Julio Cortázar (1967). Editorial Siglo XXI. Pg. 23.
Derechos Reservados de
Autor
Herencia Latina
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