Con nuestra música a todas partes

La relación de la música con las culturas hegemónicas es el tema de “Cuerpo y cultura”, el nuevo libro del sociólogo ÁNGEL QUINTERO RIVERA

 

 

Cualquier persona que estudie nuestra cultura tiene que enfrentarse a la música”, dice Angel Quintero Rivera.

 

 

 

Por Carmen Dolores Hernández / cdh@caribe.net

Sociólogo con trabajos importantes a su haber, Ángel Quintero Rivera ha aplicado sus conocimientos al campo de la música popular. En su más reciente libro, “Cuerpo y cultura”, estudia cómo los elementos constitutivos de esa música contradicen, en contratiempo, los supuestos de las culturas hegemónicas.

¿Ha habido en la historia alguna sociedad sin música?

Nunca. En todas las sociedades se ha registrado algún tipo de humanización del sonido. Lo que más ha impactado al mundo después de la música europea son las músicas afroamericanas: el tango, la samba, la rumba, la salsa, el reggae han arropado el mundo. Al escribir este libro sobre las músicas “mulatas” quise que la escritura respondiera al tema organizándola como un baile. Las divisiones se titulan “Paseo, Merengue, Jaleo”.

Son nuevos los estudios analíticos sobre esas músicas afroantillanas?

Se solía estudiar las músicas tradicionales y folklóricas o la música clásica y se diferenciaba entre ambas. Ahora se valora la música popular; forma parte de los estudios culturales. Y no hay tanta diferenciación entre el estudio de una música y otra. En el Caribe no hay distinción entre la música histórica y la popular: todavía se tocan y bailan la bomba y la plena y ambas se incorporan a la salsa. Con la música clásica ha ocurrido, por otra parte, que siempre se nutrió de la música popular. En una época no había divisiones tajantes: Bach y Mozart lo mismo hacían una pieza para que la gente bailara como otra para que la gente escuchara, aunque una fuera más elaborada. En las últimas décadas se ha dado un proceso de doble vía. No sólo se nutre la música clásica de la popular sino que la popular se nutre de la clásica. Eso se ve en los grandes creadores de la salsa. Algunos, como Willie Colón, tienen una formación musical modesta; otros tienen estudios formales en música, como Eddie Palmieri. Esa porosidad se da mucho en el jazz. Y la relación de los músicos puertorriqueños con el jazz ha sido fuerte por la migración. La mayoría de los músicos salseros puertorriqueños, como Willie Colón, Ray Barreto, Eddie Palmieri, Tito Puente, se formó con músicos negros de jazz.

¿Cómo te interesaste en la sociología de la música?

Mis primeros libros fueron de análisis social, sobre luchas obreras y de clase. En ese mundo la música era muy importante como parte de la cultura obrera y la de sectores populares. Empecé usándola como ejemplo y luego la vi como parte de un análisis social. Así nacieron mis libros “Salsa, sabor y control” y “Cuerpo y cultura”.

¿Qué singulariza la música afroantillana?

Nuestra música no está hecha sólo para escucharla, sino para bailarla: se escucha mientras se baila. El baile es un elemento fundamental en el bolero, el tango y el jazz, que se bailaba hasta los años cincuenta. Los blues también se bailaban. La comunicación corporal es importante. Esa música toca una fibra de sensibilidad muy universal, como la relación hombre/mujer, que se da en el baile. Por otro lado, parte de la riqueza de nuestra música es que recoge dos grandes tradiciones. Por eso uso el término de música “mulata” en sentido metafórico y no racial. Recoge la riqueza de la música europea que se desarrolló desde el siglo XVI hasta el XIX, desde Hayden hasta Mahler y Shostakovich. Fue un gran desarrollo, una explosión: mucho de eso se encuentra en la salsa. Y recoge elementos sociales importantes de la herencia africana.

¿Cómo analizas la interacción de baile y sonidos en la música afroantillana?

Hay que tomar en cuenta el elemento dialógico: no hay gentes bailando y otras tocando, sino que hay un diálogo entre ellos. Eso es dramático, se convierte en un arquetipo, en una manera importante de pensar la música. Ese diálogo se da no sólo entre el bailarín y los músicos sino entre los que tocan (eso es claro en el jazz). Y aparte de la importancia de esa parte comunicativa, lo que se fue adaptando de la tradición europea es la composición. Lo rico de nuestras grandes músicas es que recogen ambas tradiciones. Siempre hay una composición, como por ejemplo en “Las caras lindas de mi gente negra”, de Tite Curet. Pero ahí, en medio, existe la posibilidad de que el cantante dialogue con la orquesta y se invente cosas. Es lo normal en una buena salsa.

Todo ello supone un impacto social muy fuerte.

Todo empieza con una cancioncita de un compositor. Luego se establece el diálogo entre el cantante y un coro. Es algo socialmente importante, el diálogo entre el individuo y la sociedad. El coro repite un estribillo (una idea) y el cantante elabora cosas nuevas, creativas, en diálogo con esa idea central. No se concibe al individuo sino dentro de lo social; pero aquí también se destaca la importancia del brillo y lucimiento de lo que el individuo le provee a la sociedad. Y además del diálogo entre cantante y coro, también se establece uno entre los músicos en las partes que se llaman descargas, que son secciones instrumentales muy libres. Pasa en el jazz y la salsa; en el caso del jazz casi siempre se trata de instrumentos. En la salsa se da algo que no se da en el jazz: no es sólo un instrumento, sino una sección entera dialogando. Es una cadena de improvisaciones.

Se requiere de una enorme creatividad para eso.

Por eso nuestra música se ha hecho tan atractiva a nivel mundial. El mundo occidental había desarrollado una insatisfacción con su cultura, con elementos de ella que limitaban la espontaneidad. De ahí surge el postmodernismo, una crítica a su propia tradición. El problema de la visión eurocéntrica es que se ven como parte del postmodernismo elementos que ya estaban en el Caribe. Lo nuestro sigue otras reglas. Le da importancia a la improvisación o al reconocimiento del misterio, que en la visión clásica moderna no era tal misterio, sino una limitación pasajera que el progreso esclarecería con el tiempo. Reconocer el misterio como parte de una realidad y no como una carencia es un aporte nuestro. El mundo afroamericano tiene mucho que aportar al rescate de lo humanístico: tenemos diferentes culturas, pero todos somos humanos.

¿Como llegaste al campo de la música?

Siempre me gustó –tocaba guitarra y piano- aunque nunca pensé que sería músico. Vivía en Santurce y me crié oyendo a Ismael Rivera. Santurce era un mundo urbano muy rico, variado, de intercambios. Silvia Rexach, por ejemplo, era de Santurce: se nutría de la música de Ismael Rivera y la música popular se nutrió de Silvia. La música es algo muy fuerte en nuestra cultura. Cualquier persona que estudie esa cultura tiene que enfrentarse a la música. Además de lo que uno aprende, como estudioso, de otras culturas y tradiciones intelectuales, también es importante reconocer el valor de la propia, escudriñar las sabidurías que hay detrás de todo eso.

 

 

 

 

Integraciones musicales

Este estudio innovador revela los valores paradigmáticos de la música afroantillana

 

 

Por Carmen Dolores Hernández

Un análisis de la música popular que arroja luz sobre la cultura afroantillana, este libro tiene énfasis tan imprevistos como los de las prácticas musicales que estudia. Uno importante es la imbricación de baile, comunicación corporal y música en el Caribe. El cuerpo –sus movimientos, sus provocaciones- se sitúan en el centro mismo de la creatividad y la imaginación, eliminando la dicotomía largamente sustentada entre su “naturaleza” (considerada inferior) y el mundo de la cultura y el arte. Muchas otras dicotomías se vienen abajo aquí, como la que tradicionalmente ha separado la “alta” cultura de la “baja”, además de la diferenciación tajante entre la música “clásica” y, por lo tanto, prestigiosa, y la popular y comercializada (menos prestigiosa, por lo tanto).

Apoyándose en una documentación muy extensa, traza, como en un “paseo” y un “merengue” (no el baile que así conocemos, sino el que acompañaba antaño el ritmo de la danza), la trayectoria de la música popular afroantillana desde la bomba hasta el hip hop y el reguetón, enfatizando la creciente hibridización de géneros. Una reflexión sugerente –“repiqueteo del jaleo”- es la consideración de los tiempos o ritmos en su dimensión subjetiva, hermanados con los de la vida y con la manera diferente en que los perciben los hombres y las mujeres, lo cual se trasluce sobre todo en los bailes.

Los dos ensayos finales inciden sobre la hazaña de Rafael Cortijo y de su “sonero mayor”, Ismael Rivera, el primero (que toma en cuenta el contexto santurcino de esos músicos). El otro, “Salsa, migración y globalización”, puntualiza el lugar que ocupa la salsa, nacida en Nueva York, como marca de identidad étnica y cultural y, también, como arma de resistencia ante la amenaza de desculturización dentro del famoso “melting pot” americano. La negativa de los latinos a fundirse se refleja, precisamente, en la vitalidad de ese género que trasciende además las limitaciones nacionales para instalar una amplia base de relaciones pan-latinas y pan-musicales.

La enorme porosidad de las músicas afroantillanas, concluye Quintero Rivera, su capacidad integradora de diversas tradiciones, su apertura fundamental hacia la expresión corporal en el baile y su habilidad de conjugar diversas identidades con las prácticas y estéticas cotidianas les confiere un valor paradigmático. El estudioso teoriza sobre estos puntos innovadoramente, poniendo de manifiesto su valor incalculable no sólo para nosotros sino para el mundo que tan bien ha recibido, por otra parte, nuestras músicas.

 

 
 

Edición Dic 2009-2010

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